Como todos saben, la Argentina no es sólo el caso de un país que habiendo logrado grandes progresos en ciertos acotados sectores, no pudo reunirlos en un camino de crecimiento integral, sino que además es el rarísimo caso de un país que llegó a su decadencia sin haber tenido nunca su apogeo.
Una Nación que a principios del siglo XX estaba ubicada económicamente al nivel de los que hoy son los Estados más desarrollados del mundo. Y que incluso hasta los años 70 del siglo XX logró (gracias sobre todo a una educación inclusiva que se continuó en todos los gobiernos) integrar a casi toda su población, sea de la clase social que fuera, a la cultura, la producción y el consumo, de modo tal que la pobreza devino insignificante en comparación con la que tenemos hoy. Justo hoy que la mayoría de las naciones en desarrollo están incorporando a la clase media a millones de sus pobres.
Así, cuando nadie lo hacía, nosotros fuimos capaces de hacerlo. Y ahora que lo logran casi todos, los argentinos desarmamos nuestro anticipado modelo de integración social. Como dando vuelta la parábola bíblica, los primeros terminaron siendo los últimos.
Este gran país de clase media que aún lo era en los años 60, voló por los aires en los 70, la década en que todos los defectos acumulados a lo largo de nuestra historia aparecieron juntos, tanto en su primera mitad civil como en su segunda mitad militar. Como los jinetes del Apocalipsis que expresaban lo peor de nuestra identidad. Y arrasaron con todo.
En los años 80 fue precisamente esa clase media en retroceso la que intentó superar la decadencia. Millones de jóvenes de ese sector se afiliaron masivamente a la UCR y al PJ produciendo una profunda renovación dentro de las estructuras políticas.
Tuvieron éxito en gestar con solidez el último gran logro argentino, el único que aún mantenemos, una democracia que ya lleva 35 años de duración sin interrupciones. Pero no consiguieron revertir la decadencia.
El gran mal que los afectó fue uno de los peores de esta época: la política corporativa. Expliquémoslo.
Difícilmente los políticos son representantes del interés general, aunque todos se llenen la boca diciéndolo. Casi siempre han representado la clase social a la que pertenecen, pero en los últimos años la crisis de representación de la política gestó un cambio enorme: que los políticos ya ni siquiera pudieran representar a su clase, sino sólo a ellos mismos. Como que hubieran devenido una corporación, una clase en sí más que una élite: la clase política. Cada vez más separada del pueblo en general e incluso hasta de su clase en particular.
Así, en los años 90 los políticos renovadores de los 80 se convirtieron en meros gerentes de su profesión, sin poder de decisión, mientras que la política en serio la hacía el populismo liberal, que arrasó con la institucionalidad republicana y le entregó el Estado al capitalismo prebendario, nacional o extranjero. Nada cambió demasiado en el nuevo siglo, sólo que entramos a él con una debacle que nos hizo retroceder 50 años y caer bajo las manos de un nuevo populismo con ideología diferente pero prácticas similares. Un populismo que aportó la máxima ambición que esa clase política tuvo en 35 años: la utopía kirchnerista de “putinizar” la Argentina, vale decir crear una burocracia estatal enriquecida y un capitalismo de amigos por el cual la clase política conducida por un zar (y una zarina) se convirtieran en los dueños de todo el país, público y privado. Una desmesura total pero que mantuvo a la pobreza incólume.
Junto con la nueva clase media que tomó la conducción del Estado en 1983 y que alcanzó su apogeo con el kirchnerismo, se fue forjando un nuevo empresariado nacido en los años 70 con el nombre de “capitanes de la industria”, compuesto por viejos y nuevos capitalistas pero que se unificaron al ser los beneficiarios de la deuda externa que contrajo el gobierno militar. Y se beneficiaron doblemente cuando, a fines de la dictadura, Domingo Cavallo, en tanto presidente del Banco Central, les estatizó la deuda. O sea ellos se quedaron con las empresas y nosotros, el resto de los argentinos, con sus deudas. Tiempo después fue Menem quien les regaló los restos del Estado a estos nuevos ricos, que empezaron a ser llamados “capitalistas amigos” porque dejaron de lado toda lógica competitiva empresarial para devenir cortesanos que se enriquecían o empobrecían según su relación con la clase política. Finalmente, en vez de cambiar esta lógica, que se suponía debía hacerlo por su ideología de izquierdas, Kirchner sólo intentó agregarle sus propios capitalistas amigos a los que ya estaban, con el fin de reemplazarlos si fuera posible, o si no el de cooptarlos a todos.
Mauricio Macri, a diferencia de la inmensa mayoría de la clase política democrática que lo precedió, es una expresión cabal de esa clase empresarial.
Lo cual en principio no es una buena noticia, no porque sea empresario, sino por provenir de este tipo de empresariado. Por eso, hasta ahora, el 99% de los ataques que viene recibiendo de los políticos opositores no son tanto por lo que está haciendo, sino por el lugar de donde proviene.
Sin embargo, Macri se viene dando cuenta, no tanto porque sea más inteligente o mejor que los demás políticos (eso está por verse) sino porque quiere salvar el pellejo, que su clase social es enormemente egoísta, que no está dispuesta a aportar gran cosa ni aunque tenga un gobierno que se le parezca y provenga de su riñón. Que si quiere ser capitalista en serio y transformar en tal sentido al país, deberá serlo y hacerlo a pesar de su clase, que es capitalista de palabra pero corporativa de hecho, como el resto de los sectores sociales argentinos. Que ni siquiera creen en la ideología liberal, sino que sólo quieren que el Estado los siga protegiendo para no luchar contra su propia ineficiencia.
Difícil tarea le espera a este nuevo grupo de conductores del Estado que no quieren hacer lo mismo que hizo la clase política nacida en 1983, pero a la vez no deben ceder a la tentación de ser los representantes de la clase empresarial de la que provienen, que tampoco dejó macana sin cometer.
Es ese complejo equilibrio el que debe mantener Macri, sobre todo en momentos tan cruciales y tan críticos como los actuales. Y en ese sentido es crucial la ayuda de Elisa Carrió, que es la voz de su conciencia, la que lo invita a superar la clase de donde proviene sin por ello caer en los vicios de la clase adonde entró.