Por Jorge Sosa - Especial para Los Andes
No hay dudas de que el matrimonio es uno de los grandes inventos de la humanidad. No sé si a favor o en contra, pero uno de los grandes inventos. El primer matrimonio, no homologado, fue el de Adán y Eva, que comenzó cuando Adán se acercó a Eva y le dijo, sugestivamente: “¿Solita, mamá?” Desde entonces el matrimonio se fue perfeccionando hasta llegar a este presente, venturoso, donde una pareja se junta por un tiempo a compartir los electrodomésticos.
En la actualidad hay matrimonios legales, matrimonios de hecho, matrimonios de lecho, matrimonios clandestinos, matrimonios por conveniencia, matrimonios duraderos y matrimonios efímeros. Un ejemplo de este último es el matrimonio entre artistas, en el que dos personas deciden permanecer unidos por toda la temporada.
Un matrimonio suele comenzar con una novia con vestido blanco y con zapatos blancos que terminan negros después de los pisotones infaltables del vals, un ramo revoleado que fue a caer en manos de la próxima novia (las estadística desmienten este mito), y con una hilera de autos siguiendo a los flamantes cónyuges mientras ejecutan con las bocinas el originalísimo y nunca bien ponderado: “¡Ta –ta – ta – Taaa – Ta!” Y suele terminar con la misma pareja en dos divanes distintos de dos sicólogos distintos expresando los mismos conflictos: “Yo no sé qué nos pasó. Nos queremos pero no nos aguantamos. Ultimamente estamos tan fríos que nos acercamos y estornudamos”.
Porque no es lo mismo el amor de los recién casados que el amor de los que ya llevan quince años de andar compartiendo ese colchón más hundido que el Titanic. No es lo mismo. Lo que en los primeros tiempos es : “Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a tu boca”, a los quince años es: “¿Cuándo te vas a operar esa verruga inmunda?”. El esposo, recién casado, le acomoda la silla a su mujer cuando se va a sentar. A los diez años se la saca y se ríe del golpe que se dio la muy torpe.
Cuando un matrimonio es un matrimonio con una centena de sueldos llorados a dúo, a cada uno de sus integrantes le basta con una mirada para saber qué le pasa al otro. Entonces la mujer le sirve al fulano un te de boldo mientras le dice: “ Ya te vi. Tenés otra pateadura al hígado ¿Cierto?” O él le pega una relojeada rápida a ella y comenta: “ Ya te vi la sonrisa. Olvidate, no nos alcanza”.
Son los pequeños sobreentendidos que tiene todo matrimonio. La mujer se queja de que el tipo es un desconsiderado: “¡Cuánta razón tenía mi madre cuando me decía: ‘Nena ¿Vos te fijaste en el coso ese que tenés de novio? Deberían darle dos medallas: una por salame y la otra por si la pierde’”
Ella también se queja porque en los primeros tiempos él sólo tenía ojos para ella y ahora los anda revoleando hacia cualquier lado tratando de encontrar alguna asentadera ajena, cumpliendo con aquél refrán que dice "Dime con quien sueñas y te diré con quien no te acuestas"
Otro de los grandes problemas es el dinero: "¿Cómo que querés, plata?", dice el tipo enculadamente: "¿Más plata? Si en enero te di cien pesos. ¿Qué hacés con la plata, te la comés?"
Porque lo que antes era “contigo pan y cebolla” ahora se transforma en “Contigo, pan o cebolla, elegí”. La plata suele ser un problema tanto si falta como si sobra. Hay muchas parejas que se juntan por el matrimonio y se separan por el patrimonio.
Pero, a pesar de todo, siempre el día de hoy es un buen día para volver a enamorarse, que de eso se trata el matrimonio: volver a enamorarse todos los días de la misma persona. Saber disfrutar con la seducción y animarse a jugar al amor, que es único deporte que no se suspende por mal tiempo, ni por falta de luz. Ya que, más allá de las tres “erres”: rencores, rencillas y reproches, sigue siendo el matrimonio el mejor antídoto contra la soledad, la mejor manera de ser muchos siendo sólo dos.