Las manos le tiemblan, la voz se le quiebra. Mientras empieza a describir los momentos que aún no ha podido borrar de su mente y corazón, sus ojos se vuelven más celestes y profundos. El llanto se le vuelve incontenible.
El hombre respira profundo y sigue adelante, como siempre lo hizo en su vida a pesar de todo. Enrique Neirotti (67) asegura que haber matado a dos soldados ingleses en la cruenta y determinante batalla de Monte Longdon el 11 de junio de 1982, no es algo de lo que se sienta orgulloso sino todo lo contrario.
"¿Sabe qué pasa?... No me puedo olvidar de lo que hice. Aunque sé que en el campo de batalla es matar o morir y ésa era la consigna que teníamos que cumplir para defender la Patria, yo siento que pude haber ayudado a una persona y no lo hice. Después de que le disparé él gritaba, pedía ayuda y yo en lugar de intentar salvarlo, le disparé. Por eso me duele más su muerte que la del otro soldado".
La frase, como un látigo que al golpearlo vuelve a hacer sangrar su herida, sale de su boca mientras se sostiene la cabeza con las manos.
El ex teniente no busca redimirse, no se perdona. De hecho, años atrás decidió pedir perdón a aquel soldado que vio morir bajo el fuego de su ametralladora, cuando era un joven de 31 años.
"Fuimos la herramienta de la incomprensión humana, tu vida quedó en el camino y hoy siento profundamente tu desaparición. Hoy sé que no fue mi íntima intención provocarte la muerte. Sé que tu familia te llora, que te extraña tu madre, tu padre, tu esposa, tu hermano, tu hijo, tu novia", expresa uno de los párrafos del escrito donde a modo de reflexión, el mendocino honra a su par inglés y destaca la valentía de todos los soldados (argentinos e ingleses) que dieron su vida en la guerra de Malvinas porque entiende que, en pleno combate, las reglas de juego estaban dadas y que todos intentaban, desde su lugar, ganar una guerra en un mismo sitio y época.
Así es. Cuando Enrique habla de los ex enemigos ingleses no lo hace con resentimiento sino más bien con respeto porque considera en realidad que la guerra representa la peor cara de las malas decisiones tomadas por los políticos. De hecho, dice con claridad, eran todos jóvenes enfrentados en un mismo escenario mientras el resto del mundo miraba.
"Yo no sé quién era él. Era una persona que para mí sigue siendo anónima. No sé ni cómo se llamaba, pero sí recuerdo que pedía ayuda a gritos", expresa y confiesa que le gustaría poder transcribir su carta en inglés para hacerla llegar a Inglaterra. Al menos, destaca, quiere saber quién era ese otro par que perdió la vida en lo más crudo de la batalla en el Monte Longdon.
“Sé que sería muy difícil porque habría que reconstruir muchos cabos sueltos para saber quién era él”, dice como dando por sentado que la idea es casi imposible de concretar.
Al día de hoy, Enrique siente que su vida se detiene, por momentos, en aquellos pozos hechos en la tierra helada donde debía refugiarse.
Todavía tiene patente la luz de su reloj pulsera marcando las 21 y los misiles iluminando la fría noche en aquellos confines del Sur. Tantos recuerdos, demasiado dolor para cargar en sus hombros, es lo que lo ha llevado a transitar largos años de terapia.
Aún así, sólo encuentra el amparo en el amor de los suyos; se ancla al presente y sonríe al hablar de sus cuatro nietos, que -dice- son la luz de su vida y el motor que lo ayuda a continuar.
El hombre de cuerpo aún esbelto a pesar de los años rememora que en el campo de batalla, allí donde la muerte acecha a cada segundo, se produce una despersonalización, donde no hay lugar a la reflexión. Es como si la persona -dice con dolor- dejara su humanidad y se transformara en una “máquina” que debe cumplir una orden.
Por eso, destaca que en medio del caos de misiles, ametralladoras y lanzagranadas, la sensación después de disparar para matar fue indescriptible. “Me empecé a sentir mareado. Fui hasta el puesto de socorros y les dije que no podía seguir combatiendo”, comparte.
Desde aquel momento no pasó demasiado tiempo para que llegara la orden de replegarse, puesto que a una hora y media de haber comenzado el ataque inglés, a Enrique y sus compañeros se les terminaron las municiones. Sólo en la sección que el mendocino comandaba murieron 15 soldados argentinos y otros 20 resultaron heridos a causa del cruento despliegue militar británico.
Antes de despedirse, Enrique junta las manos, respira hondo y suelta: "Lo hicimos por la Patria; lo hicimos por todos ustedes".
La carta
Al soldado inglés:
Fuimos preparados como soldados para defender los intereses de nuestra patria, lamentablemente nuestros intereses estuvieron encontrados, en consecuencia tuvimos que representar cada uno a nuestro país, a millones de compatriotas y en esa confrontación es donde participamos ambos, fuimos los gladiadores de nuestra civilización. Nosotros somos el resultado de la falta de diálogo, entendimiento y tolerancia de nuestros estadistas.
Si bien estamos para "eso", a partir de 1982, en nuestra vida, hay un antes y un después de la guerra, por lo menos para nosotros es así. Si bien el brazo armado de la patria está para ello, también es cierto que la responsabilidad de defenderla es de todos los ciudadanos de nuestra sociedad, por ello estuvimos frente a frente.
Nuestra vivencia en Malvinas fue tan dura como la de ustedes; nosotros estábamos esperándolos en un terreno fijo, buscando la forma de cómo producir la máxima cantidad de bajas en el enemigo, y ustedes cómo producir bajas en nuestras posiciones. En las prácticas que uno realiza como soldado, lo más medular y significativo está en el ataque final sobre las posiciones enemigas y en el asalto a las posiciones defensivas, es decir que a ustedes le tocó la peor parte. Lamentablemente me puedo imaginar qué significó dicho ataque para ustedes, debió ser muy difícil lanzarse sobre nuestras posiciones, sabiendo que las posibilidades de quedar en el camino (muertos o heridos) eran muy grandes.
Sin embargo vi cómo avanzaban por el campo minado y cómo "volaron" por las minas antipersonales: se necesita valor para caminar sobre la muerte; vi cómo municiones trazantes perforaban el cuerpo de nuestros adversarios. Te vi caer producto del fuego de mi ametralladora y la de mis soldados. Vi cómo la artillería naval y de tierra inglesas batían nuestras posiciones y cómo vibraba nuestro cuerpo con cada explosión. El techo de munición trazante luminoso de armas automáticas que iban y venían era tan voluminoso que jamás me lo pude imaginar, la realidad supera la ficción de las películas.
Previo a nuestro combate, mientras ustedes avanzaban yo trataba de mantener el máximo de fuego, en la desesperación de que no lleguen a nosotros, porque sabíamos que era nuestro fin y sé que ustedes querían llegar rápido para producir nuestras bajas, ambos queríamos que esta guerra se acabe pronto, la presión psicológica era enorme y el hombre se despersonaliza en el combate, si se pudiera ver la adrenalina, el campo de combate estaba regado de ella. Intimamente sabíamos que Monte Longdon y Dos Hermanas eran la bisagra del éxito o el fracaso de los combates y que sería carnicero y sangriento y que casi todas las bajas se iban a producir en horas.
Fuimos la herramienta de la incomprensión humana, tu vida quedó en el camino y hoy siento profundamente tu desaparición. Hoy sé que no fue mi íntima intención provocarte la muerte. Sé que tu familia te llora, que te extraña tu madre, tu padre, tu esposa, tu hermano, tu hijo, tu novia. Hoy, en vida, sufro tu desaparición, porque fui parte de ella; también honro tu valentía manteniéndote en la memoria, porque no me permito olvidarme de cada uno de esos momentos, de tus últimos gritos de dolor y los tengo presentes como si hubieran ocurrido hace unos instantes.
El combate que nos enfrentó nos iba a provocar heridas graves. Sabíamos que era la vida o la muerte. Como ser humano y cristiano no me puedo sentir orgulloso de haber matado, tan sólo cumplí con mi misión. Lo que no sabíamos es que después de sobrevivir el combate, el resto de la vida llevaré la cruz y el dolor del corazón de esos momentos.
Soldado: aún los que más te conocieron no supieron de tu sufrimiento en los últimos instantes, nunca supieron de tu valor. Sabías que ibas a morir y sin embargo avanzabas, sólo lo vio tu compañero que estaba al lado y te sobrevivió, y yo, que produje y vi tu caída.
Entre otras cosas que quería decirte es que jamás podré olvidar esos momentos tan violentos, de tu valor, porque diste lo más preciado a tu país. Mi mayor de los respetos a tu actitud y tendré siempre presente el dolor de tu familia.
Aunque la guerra interior para el veterano continúa, siempre quise expresarte mi sentimiento y sólo se me ocurría que sería en Buenos Aires o en Londres, con flores y mi recuerdo por tu desaparición. Entiendo que el destino quiso que así ocurriera, que Dios nos da pautas para la humanidad, pero los humanos con frecuencia hacemos cosas difíciles de entender, como en el combate en que nos enfrentamos. Yo fui herido en combate por tus camaradas, pero Dios no quiso que te acompañara en ese momento. De haberse invertido los hechos entre ambos, estoy seguro que sentirías lo mismo que siento hoy y que no podrías olvidar jamás esos momentos y que te acompañaría por siempre en el dolor del alma que se siente cuando uno decide sobre la vida y la muerte de otras personas.
Que Dios te acompañe en tu reposo
Un soldado de Monte Longdon.