Llorando como cuando era pibe, Guillermo acaba de abrazar con fuerza a su hermana Claudia, a pesar de que en los últimos años estuvieron sin dirigirse la palabra por asuntos políticos. Cosa común en la Argentina de hoy. Él es kirchnerista y ella, macrista. Pero está el fútbol.
Marta es viuda. Maestra jubilada. Sale a festejar a la calle principal de su pequeño pueblo y se hace la selfie de su vida con un desconocido, embanderados hasta el alma. Jamás sabrá cómo se llama, ni si volverá a verlo alguna vez. Pero está el fútbol. Y a partir de ahí la imagen en las redes sociales; eterna y con todos esos likes que a ella le hacen tan bien.
El fútbol, nuestro bendito fútbol vestido de celeste y blanco, nos dio una nueva muestra de que es el único vehículo social capaz de cargar y transportar amor y unión, de un lado hacia el otro, a pesar de todo eso que nos divide a diario. Creíamos que jamás nos veríamos así. Pero está el futbol.
No ha existido dirigente político en toda la geografía nacional que pudiera cerrar la maldita grieta. Ni uno solo. Tampoco los economistas, tan certeros y catedráticos en televisión. Los movimientos sociales y agrupaciones partidarias tiran para su lado, como manda el manual, la doctrina.
Otra vez, así como en 1978 con Mario Kempes y en 1986 con Diego Maradona, la Selección Argentina, encolumnada detrás de Lionel Messi, consagra al pueblo como campeón mundial. La incalculable alegría llegó tras 36 largos años y el desahogo popular ha sido absoluto. La necesidad de festejar algo grande, todos juntos. Porque siempre está el fútbol para poner el nosotros por sobre el yo.
Lo que más conmueve es el llanto genuino y la garganta arruinada de miles y miles de personas que no se conocen entre sí, aunque estén celebrando exactamente lo mismo en el frio sur como en el caluroso norte, en el oeste mendocino como en el este bonaerense.
El pobre, que vio todos los partidos gracias a una antenita casera que lo salvó en el último minuto, es campeón mundial para siempre. También lo es el que disfrutó en su barrio privado la gesta de La Scaloneta. La pasión y los colores nos igualan, nos visten con la misma ropa por un buen rato y eso está buenísimo.
El cura y el ateo. La chica que aún llora por amor y el ex que se quedó con la amante. El carcelero y el ladrón. El del 5to A que le tiene bronca al vecino por el perro, que es insoportable, digamos todo. El especialista en táctica futbolera y el que se enteró antes de la final que se juega con 11 de cada lado. El que dejó su provincia por un futuro mejor en Europa. Todos campeones del mundo, para la eternidad y en la misma medida, sin importar los contextos socioculturales.
Al menos en esta parte del planeta, el fútbol ya es más que una religión, es algo así como una institución de la que 47 millones somos parte. Es la mejor manera de sobrevivir al espanto de lo cotidiano. Un hermoso juego que nos hace reir y llorar, sufrir y disfrutar. Ser tan efímeros como inmortales.
Hay excepciones. Bueno sería que la minoría ruidosa, en vez de insistir con eso de que “son 22 millonarios atrás de una pelotita”, comprenda que envuelto en un grito de gol está el recuerdo de ese familiar que amamos tanto. El exponer a toda voz el cúmulo de variadas mierdas que jamás le contamos a nadie. La sensación de que gracias a estos muchachos tendremos el corazón un poco más contento.
Son los días más felices y llegan de la mano de una pelota con olor a potrero. Messi nos hizo el regalo de nuestras vidas a bordo de La Scaloneta, el camioncito más lindo de Argentina a Qatar. Porque está el fútbol y todos nosotros para llorarlo de felicidad, como corresponde. Brindo por este pueblo que, a pesar de los palos de la vida, respira, siente, duerme y sueña con los colores de la bandera.