Son días futboleros. Días mundialistas y de grandes remembranzas. Días de nostalgias, de deseos y de anhelos, donde el encanto del Diego aparece una y otra vez. Días donde el potrero maradoneano parece inspirar a algunos jugadores en la Selección Argentina, que en Qatar, a 13,809 km de acá, está a las puertas de las semifinales en la que quiere brillar.
Son días de fintas, taquito y gambeta como alguien por allí. Y no debe ser azar, che.
Hablando de nostalgias, fintas y glorias del deporte nuestro de cada día, ayer se cumplió un nuevo aniversario de la noche que Nicolino Locche estampó su nombre en el universo boxístico y deslumbró con su genialidad sobre un ring.
Si, parece que fue ayer, pero pasaron 54 años de aquel 12 de diciembre de 1968, cuando el Intocable le ganó al hawaiano Paul Takeshi Fuji, por abandono, porque no salió el décimo round y se consagró campeón mundial de los welters juniors (hoy se denomina superligero) de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB).
Para los memoriosos y no tanto, si uno observa unas cuantas veces la pelea, sin dudas que fue y es uno de los triunfos más brillantes del boxeo.
Una obra de arte sobre un ring en tan solo 9 rounds y toda la gloria para un boxeador, que fue resistido por cierta afición y amado entrañablemente, luego, por todos.
Aquella tarde noche en Tokio, el Intocable, con su cintura, su visteo, un caminar perfecto y excepcional sobre el cuadrilátero, dejó sin argumentos al hawaiano, que claudicó.
Es que, no lo encontró en toda la noche a Nicolino, que con su jab de izquierda y su sutil derecha, lo dejó con un ojo totalmente inflamado a su rival. Prácticamente sin visión.
Locche hacía rato que era ídolo en el Luna Park, donde el público porteño ¡Hacía colas para ir a verlo!.
Se lucía siempre. Se divertía como siempre. Al igual lo hace un chico en un potrero, la diferencia es que era un ring y no la canchita del barrio.
Justamente su genialidad y virtud es que trasladaba toda la barriada a cualquier escenario.
El Luna o el Kuramae Sumo de Tokio, daba lo mismo.
Muchos pusieron en duda su condición de retador a un título mundial, no solo por su estilo sino porque a esa altura de su carrera tenía 29 años, aunque un récord profesional admirable; 107 peleas, con tan solo dos revés.
Y allá fue él, a Tokio, varios días antes de la pelea junto al gran maestro de los entrenadores de boxeo; Don Paco Bermúdez, otro genio del gimnasio y el ring. Párrafo aparte.
Como buen mendocino “pata a la rastra”, Nicolino se durmió su siestita de más de media hora en el imponente estadio japonés, y luego, salió a la palestra.
Locche, aquel 12 de diciembre no solo sumó el tercer título mundial para el boxeo argentino; antes solo lo habían conquistado, Pascualito Pérez y Horacio Accavallo, sino que asombró y enmudeció con su estilo y su magia.
Bajó la guardia, se recostó sobre las cuerdas, hizo alarde de su visteo y reflejos, poniendo el rostro a centímetros del alcance de los golpes de Paul Fuji, a quien le fue imposible conectarlo con un golpe.
Se vio humillado por aquel boxeador semicalvo y caminada chaplinesca. No era un sobrador. Era su estilo.
El ring era su potrero, ese que descubrió con tan solo 9 años, cuando Doña Nicolina, su madre, lo llevó para que Don Paco lo disciplinara, porque el “niño” vivía a la piñas.
Aquel día los mendocinos madrugaron, Mendoza y el país se paralizó, como cuando juega la Selección.
La diferencia, es que el único medio para seguir los acontecimientos de aquel combate histórico para nuestro boxeo, fueron los relatos por radio de Osvaldo Cafarelli.
Es verdad, que en aquellos días el mundo era otro, pero el encanto de los grandes deportistas siempre ha sido el mismo no importa el tiempo. Son como las bellas melodías que perduran incansablemente. Nicolino al igual que el Diego, es una de ellas.