Fueron 36 años, 5 meses, y 19 días. Todos y cada uno contados como un preso condenado a una celda sin luz ni calor alguno. Aquellos 13.322 días supieron tan amargos como “el vino del exiliado”, tal cual cantaba Joaquín Sabina. Una espera tan larga que muchos habían olvidado el dulce sabor de una consagración definitiva, con el color albiceleste tiñendo las cuatro esquinas de una cuadra cualquiera.
Fueron 36 años donde muchos pasamos de ser hijos a padres y otros de ser padres a abuelos. Años donde las canas fueron cubriendo algunas cienes y barbas, mostrando que el impiadoso tiempo no iba a tener clemencia. Las urgencias cada día era más largas.
Y así como aparecieron arrugas y achaques, fuimos perdiendo cosas: amigos, abuelos, conocidos y al Diego. El 2014 incluso, nos parecía lejano, como si se nos hubiera regalado un chupetín que luego nos quitaron.
Argentina marcaba rayitas en una pared imaginaria, volviendo a empezar cada cuatro años. Italia 1990 y la final que nos quitaron; Estados Unidos 1994 y la tarde en que nos cortaron las piernas; Francia 1998 y una Holanda desalmada; Corea/Japón 2002 y el fracaso más rotundo de nuestras vidas; Alemania 2006 y los penales con adiós ante el local; Sudáfrica 2010 y una paliza bávara; Brasil 2014 y otra vez Alemania... Demasiado tiempo, demasiadas decepciones y tantos nombres rutilantes que no fueron.
Como alguna vez dijo Alejandro Dolina, “En general, el tiempo siempre vence, la muerte prevalece y la mezquindad triunfa. Y las sencillas virtudes, más tarde o más temprano, suelen quedar sepultadas”. Sin embargo, 36 años después, y aunque el tiempo nos haya vencido, la mezquindad hiciera lo suyo y la muerte prevalezca; las sencillas virtudes no quedaron (ni quedarán) sepultadas. Porque un muchachito rosarino, al que un sinfin de veces le cargamos nuestros fracasos y egoísmos, finalmente resultó triunfador. Venciendo sus propias tristezas, anudando sus miedos y esquivando cientos de patadas salvajes, una y otra vez, volvió Lionel Messi a la selección nacional.
Y la primavera, aunque deshojada, relevó por fin a un invierno que se insinuaba inacabable.
“Hay algo en el aire que quiere que Argentina salga campeón”, dijo en medio de la competencia mundialista Gabriel Omar Batistuta, ex delantero del seleccionado argentino a quien el rosarino le quitó el récord de goles en Mundiales. Y la referencia de “Batigol” no era antojadiza o caprichosa; algo nos decía que esta vez si.
América Latina es tierra donde se cultivan las más maravillosas historias. “Cuando ya no esté, el viento estará, seguirá estando”, escribió el inolvidable escritor uruguayo Eduardo Galeano alguna vez, intentando contar la vida más allá de la vida. “La vida continúa, no es tan importante”, me repito, sentado frente a la computadora mientras repaso por enésima vez la definición por penales ante Francia. Porque, ¿qué hubiera pasado si perdíamos la final? Nada. Seguramente el mundo hubiera seguido su rotación natural, los ríos mendocinos continuarían con su habitual caudal y casa uno de nosotros volvería a su rutina el mismo lunes. Tal y como veníamos haciendo desde 1986.
Sin embargo, esta vez, y aun con la carga emocional de haber perdido el primer partido ante Arabia Saudita, cada noche nos fuimos a dormir con certezas. Tanta espera, definitivamente, valió la pena. Los argentinos imploramos durante 36 años una alegría que nos devolviera la esperanza. De la mano de otro “10″ inolvidable, volvimos a creer en nuestras fuerzas y ¡somos campeones mundiales!.
De nuestro lado volvía a estar un “10″ mágico, ese que consiguió la consagración un año atrás en el estadio Maracaná. Porque Messi, al igual que Diego Armando Maradona, es la esperanza de un pueblo que nunca se cansa de esperar. ¿Qué cosa? Milagros, supongo. Porque; ¿qué otra cosa sabe hacer Messi?