Durante años mi viejo me contó historias de su Independiente Rivadavia en los Nacionales. Me contaba que se iba con su barra de amigos en una motito a ver los partidos y después hacían un “paga Dios” en una pizzería. Travesuras de pibes.
Con el correr de los años esas anécdotas fueron desapareciendo porque la Lepra ya no era la de esa época donde se cruzaba con equipos de Primera. Y las historias fueron desapareciendo.
Ese orgullo de ser leproso todavía lo tenía y lo tiene, pero en los últimos años se había transformado en desánimo, desilusiones varias, al punto que prefería quedarse a lavar el auto que ir a la cancha.
Pero llegó el 29 de octubre del 2023 y ese día mi viejo volvió a llorar por Independiente. Lloró porque vio el esfuerzo que hizo el paraguayo Arce para tratar de llegar al partido, a pesar del desgarro, y aguantarse más de 70 minutos en una pierna.
Lloró porque vio el esfuerzo de todos para que la ausencia de Matías Reali, el héroe que metió a la Lepra en la final con el gol ante Deportivo Maipú, no se sienta tanto. Lloró porque vio en Gagliardo a ese arquero gana-partidos que sostuvo al equipo en el peor momento.
Lloró por los cruces del Gringo Maidana dejando la piel en cada cierre, permitiendo que Abecasis y Elordi puedan ser dos delanteros más.
Lloró porque el “Turco’ Ham le pudo cumplir la promesa a su vieja de que iba a volver a primera jugando un partidazo.
Lloró viendo cómo Romero se desdoblaba para marcar, quitar y hacer jugar a sus compañeros apoyado con un González que tuvo un buen primer tiempo y que le allanó el camino al paraguayo Valdéz para que entre y desequilibre con su frescura.
Lloró con la lectura del partido del Alfredo Berti, que hizo los cambios en el momento justo y le dio al equipo el empujón que necesitaba para ganarlo antes de los penales.
Y sobre todo lloró cuando vio que Sánchez y Ramis convirtieron los goles más importantes de la historia de la Lepra, su Lepra.
También lloraron los que nunca bajaron los brazos, los que estuvieron en las malas, los que no fallaron ningún fin de semana y que tienen a la Lepra como religión. Los que le traspasaron esta locura a sus hijos, con los que viajaron a Córdoba, y que les enseñaron que nunca, pero nunca hay que dejar de soñar y de confiar.
Y mientras mi viejo lloraba en Mendoza, me acordaba de tantos padres leprosos que desde cielo abrazan a sus hijos que estuvieron en el Kempes o en Mendoza y miraron para el cielo para decirles “llegamos viejo”.
Hoy Independiente Rivadavia escribe una página grande del fútbol mendocino y ojalá que sea por muchos años para poder acompañar a mi viejo a ver a su Lepra jugar ante River o Boca en La Catedral y hacerle honor a los que no están.