Su condición de dios pagano lo hizo inmortal a los ojos de sus fanáticos (entre los que suelo habitar). Su condición de santo hereje, con verdades como puños y frases como lanzas encontró la forma de encolumnar a todo un país detrás de su corazón cinco estrellas. Y ayer lo lloramos por doquier. Porque 62 años no son nada y Diego Maradona ya no habita entre nosotros.
Lo creímos -y lo quisimos- inmortal. Allá en La Habana y en Punta del Este nos dio muestras de que nada podía poner punto final a una vida tan llena de excesos como de momentos mágicos. A veces, en el rápido repaso de sucesos que fueron conformando la línea de tiempo de esos 60 años vividos a 100 kilómetros por hora, los hechos se confunden con la leyenda. Sin embargo, no se trata de realismo mágico ni de un cuento del hermoso colombiano Gabriel García Márquez. La vida de Diego estuvo signada por algo más que las delicias que supo regalar dentro de una cancha de fútbol. Diego quiso vivir a su manera; sin medir las consecuencias de transitar a tan altas velocidades. Así se hizo leyenda y desde entonces la historia lo convirtió en un mito que hoy convive con el hombre que fue.
Cuesta comprender como en su cumpleaños 62 no está presente, regalando alguna frase inmortal o discutiendo con los poderosos. Diego fue algo más que el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos; una fuente inagotable de inspiración para muchos, un muchacho nacido en Fiorito que llegó para decir que los sueños estaban ahí para ser cumplidos. Una figura que recorrió los extremos de la condición humana sin escalas; aun cuando nunca olvidó sus orígenes.
A la distancia, y mientras uno repasa los múltiples homenajes y mensajes que surgieron con motivo de recordarlo, se alcanza a comprender el real significado de Diego Armando Maradona para los argentinos.
A poco menos de dos años de aquel fatídico 25 de noviembre del 2020, no hay charla de café que no lo nombre. Sus gambetas inolvidables, sus frases que marcaron la Argentina de la “pizza con champán” y los dos relojes de la ostentación, con los pies en el barro de Villa Fiorito. Porque Diego también fue eso en su vida: sus propias contradicciones.
Jamás alguien imaginó que el 30 de octubre de 2022, en el día de su cumpleaños 62, Diego no iba a estar presente. Nadie, ni el más pesimista de los mortales pudo presagiar que el último inmortal iba a dejar este mundo paralizado, con el tiempo desorientado y las agujas del reloj, en un intento vano por volver atrás, rompiendo los engranajes principales. Maldito el tiempo, invisible y traicionero, que nos va dejando sin las mejores cosas de la vida: la juventud, el amor y los afectos.
A muchos nos gustaría que Diego volviera a ser ese chiquillo aviador corriendo por las calles de Fiorito, su Fiorito, con los brazos abiertos o el puño elevado, soñando el festejo de algún gol que en un tiempo se volvió inolvidable. O ese pajarito que se reflejaba en el charco de aquella calle embarrada; convertida en un lodazal donde aprendió que la redonda era una extensión más de su cuerpo. Ese que golpearon los años, ese que aguantó cuando ya nadie más podía aguantar; ese que ahora mismo nos (me) gustaría abrazar. Ya ni el fútbol es una excusa para evitar las lágrimas.
La infancia de muchos de los que pudimos disfrutar sus hazañas, quedó marcada a fuego. Aquellos mapas que fuimos trazando con sus gambetas y desaciertos se convirtieron en el camino de vuelta a la niñez, perdido en algún baúl junto a la inocencia.
La tapa de los diarios en aquel lejano 30 de junio de 1994 nos reveló una verdad que hoy sigue doliendo: nada es para siempre.
Han pasado casi dos años desde que Diego se hizo eterno y en Nápoles el estadio cambió su nombre para homenajearlo, mientras los fanáticos lo siguen comparando con San Genaro. Y alrededor del mundo, este dios popular dibuja paredes, edificios y sueños de purrete, sobre un altar que sigue recibiendo ofrendas como si todavía calzara la 10 en la espalda.
Este domingo 30 de octubre de 2022 fue imposible. Pocas cosas tuvieron color. Ya no está el viejo Telefunken en el comedor de la casa ni el sillón que permitía mirar desde una posición de privilegio la inolvidable corrida para dejar en el camino a tanto inglés, en una lección de desparramos como nunca volvimos a ver.
Habrá que acostumbrarse. Las alegrías ya no llevan su sello.