Las alegrías ya no llevan el sello de Diego

A poco menos de un año de su muerte, en su cumpleaños 61, la leyenda de Diego Armando Maradona sigue más vigente que nunca. Dejó un vacío difícil de llenar.

Las alegrías ya no llevan el sello de Diego
Diego y la postal inolvidable: el balón como una extensión más de su cuerpo.

Su condición de dios pagano lo hizo inmortal a los ojos de sus fanáticos (entre los que suelo habitar). Su condición de santo hereje, con verdades como puños y frases como lanzas encontró la forma de encolumnar a todo un país detrás de su corazón cinco estrellas. Y ayer lo lloramos por doquier. Porque 61 años no son nada y Diego Armando Maradona ya no habita entre nosotros.

Lo creímos -y lo quisimos- inmortal. Allá en La Habana y en Punta del Este nos dio muestras cabales de que nada podía poner punto final a una vida tan llena de excesos como de momentos mágicos. A veces, en el rápido repaso de sucesos que fueron conformando la línea de tiempo de esos 60 años vividos a 100 kilómetros por hora, los hechos se confunden con la leyenda. Sin embargo, no se trata de realismo mágico ni de un cuento del hermoso colombiano Gabriel García Márquez. La vida de Diego estuvo signada por algo más que las delicias que supo regalar dentro de una cancha de fútbol. Diego quería vivir. Y lo hizo a su manera. Sin medir las consecuencias de transitar a tan altas velocidades. Así se hizo leyenda y desde entonces la historia lo convirtió en mito que hoy convive con el humano de piel y hueso que fue.

Cuesta comprender como en su cumpleaños 61 no está presente, regalando alguna frase inmortal o discutiendo con los dueños del poder. Porque Diego fue algo más que el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. Fue una fuente inagotable de inspiración para muchos, un muchacho nacido en Fiorito que llegó para decir que los sueños estaban ahí para ser cumplidos y una piedra en el zapato brillante de los poderosos. Una figura que recorrió los extremos de la condición humana casi sin escalas. Aun cuando nunca olvidó sus orígenes.

A la distancia, y mientras uno repasa los múltiples homenajes y mensajes que surgieron con motivo de recordarlo, uno puede comenzar a comprender, aunque sea mínimamente, el real significado de Diego Armando Maradona para los argentinos.

A poco menos de un año de aquel fatídico 25 de noviembre del 2020, no hay charla de café que no lo nombre. Los motivos pueden ser tan distintos como insólitos. La excusa siempre está presente. Sus gambetas inolvidables, sus frases que marcaron la Argentina de la “pizza con champán” y los dos relojes de la ostentación, con los pies en el barro de Villa Fiorito. Porque Diego también fue eso en su vida: sus propias contradicciones.

Jamás alguien imaginó que el 30 de octubre de 2021, en el día de su cumpleaños 61, Diego no iba a estar presente para recibir el caluroso aplauso que bajaba de las tribunas cuando él asomaba por la boca del túnel. Nadie, ni el más pesimista de los mortales podía presagiar que el último inmortal iba a dejar este mundo paralizado, como si el tiempo se sintiera desorientado y las agujas del reloj, en un intento vano por volver atrás, hubieran roto su engranaje principal. Maldito el tiempo, invisible y traicionero, que nos va dejando sin las mejores cosas de la vida: la juventud, el amor y los afectos.

A muchos nos gustaría que Diego volviera a ser ese chiquillo aviador corriendo por las calles de Fiorito, su Fiorito, con los brazos abiertos o el puño elevado, soñando el festejo de algún gol que en un tiempo se volvió inolvidable. O ese pajarito que se reflejaba en el charco de aquella calle embarrada; convertida en un lodazal donde aprendió que la redonda era una extensión más de tu cuerpo. Ese que golpearon los años, ese que aguantó cuando ya nadie más podía aguantar; ese que ahora mismo nos gustaría abrazar, justo cuando ni el fútbol es una excusa para evitar las lágrimas.

La infancia de muchos de los que pudimos disfrutar sus hazañas en 1986 quedó marcada a fuego. Aquellos mapas que fuimos trazando con sus gambetas y desaciertos se convirtieron en el camino a la pérdida de la inocencia. La tapa de los diarios en aquel lejano 30 de junio de 1994 nos reveló una verdad que hoy sigue doliendo: nada es para siempre.

El Mundial de 1986 marcó a fuego la memoria de los argentinos. Diego se convirtió en dios y leyenda.
El Mundial de 1986 marcó a fuego la memoria de los argentinos. Diego se convirtió en dios y leyenda.

Ha pasado casi un año desde que Diego se hizo eterno.

En Nápoles, por ejemplo, el estadio cambio su nombre para homenajearlo y los fanáticos lo siguen comparando con San Genaro -el santo patrono de la ciudad-. Incluso, los más osados, aseguran que desde que el astro piso el sur de Italia, los habitantes dejaron de pedirle milagros al santo y mudaron las ofrendas a ese muchacho con la 10 en la espalda y un puño revolucionario señalando el camino. Donde Diego pisaba, la creencia popular en su condición de dios crecía vertiginosamente.

Este sábado 30 de octubre de 2021 fue imposible. Pocas cosas tuvieron color. Ya no está el viejo Telefunken en el comedor de la casa ni el sillón que permitía mirar desde una posición de privilegio la inolvidable corrida para dejar en el camino a tanto inglés, en una lección de desparramos como nunca volvimos a ver.

Habrá que acostumbrarse. Las alegrías ya no llevarán su sello.

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