Dentro del periodismo deportivo existe un subgénero desopilante, aborrecido por muchos pero igualmente consumido: un grupo de analistas desmenuza hasta el delirio un partido de fútbol.
Los programas duran más que el encuentro deportivo y se caracterizan por la orquestación de estereotipos: el conductor disciplinado, el exfutbolista con experiencia, el joven con ideas audaces y el testigo de la historia del deporte, algún viejo cascarrabias y conservador.
El esquema se sostiene para facilitar confrontaciones exageradas y dispara una pregunta: ¿extiende intelectualmente el show deportivo o funciona por su mismo telenovelado, ese ritual en el cual un grupo de hombres danzan al compás de tambores escolásticos?
En el fondo es una fórmula que no concierne al programa deportivo, sino a todo programa con debate: la materia en discusión apenas interesa; interesa el colapso garantizado por identidades en discordia, la electricidad de posturas irreconciliables.
HORACIO PAGANI, UN TÓTEM DE LA POLÉMICA FUTBOLÍSTICA
En este surtido de estereotipos, el mayor baluarte es Horacio Pagani: su postura encorvada, sus cuencas oculares hundidas, su sonrisa displicente, su voz ronca, su paquetería varonil, cada detalle de su imagen contornea al anciano imbuido de experiencia (o de carácter, da igual) que no cederá ante los disparates del resto de los analistas.
Por supuesto que esto crea automatismos: el panel busca pinchar a Pagani para que Pagani despliegue sus pantomimas, zarandee su lapicera, se hunda en el estupor, se quite los lentes y se frote los ojos; coreografía gestual delicadísima en donde un viejo representa artísticamente la vejez.
Los enojos de Pagani funcionan del mismo modo que funcionan los golpes de lucha libre: fingidos y reales al mismo tiempo. Claro que en esta complicidad muchas veces se pierde la noción mimética y la furia estalla desde las entrañas: allí triunfa la explotación mediática, momento mágico en el cual una pasión desconoce el artilugio técnico que la rodea, se rompe la cuarta pared y con ella el decoro.
La telerrealidad funciona cuando el fingimiento se autodevora. Ya con sólo ver a Pagani se desestabiliza la balanza que mide farsa e hipertensión. Pagani, con su triple bypass, le pone el cuerpo al debate de un modo que otros cuerpos lozanos jamás podrían. Porque Pagani es casi un octogenario y en sus rabietas el riesgo de infarto es una certeza estadística.
UN PANELISTA FUERA DE QUICIO
Este atractivo mórbido logra que trascienda su función de sabio deportivo para valer como viejo en sí. De ningún otro modo podría explicarse la incorporación al panel de Bendita, un magazine que revuelve temas de actualidad y farándula. La televisión ya no quiere la especialidad de Pagani, quiere su fuera de quicio, su telerrealidad.
El espectáculo es el agujero negro de la representación, absorbe todo tipo de identidad y la del viejo iracundo es una de las más cotizadas porque a esa edad los humanos prefieren retirarse de la vida pública. La contracara de este estereotipo es el abuelo canchero que le sonríe a la vida, generalmente filmado a la fuerza por nietos inescrupulosos para acaudalar seguidores en TikTok. Idéntica caricatura, pero invertida, idéntica explotación.
Siempre que un tema tabú como la decrepitud o la gordura o cualquier discapacidad encuentra su impúdico exponente televisivo, el espectáculo respira aliviado y victorioso. A Pagani se le otorga pantalla porque cumple con su parte del trato: escenificar un volcán erupcionando ante los desconciertos del mundo.
Esta nota fue publicada originalmente en La Voz del Interior.