“El sueño del pibe”

Un cuento sobre fútbol. Un humilde homenaje al mejor jugador del Mundo, quien ayer cumplió su sueño máximo y salió Campeón del Mundo con la Selección Argentina en Qatar. La gloria de Messi Eterno.

“El sueño del pibe”
Lionel Messi celebra con la Copa del Mundo en 2022 tras el partido en que Argentina derrotó a Francia. Foto: EFE.

Desde la primera vez en que pateó una bocha -en el jardín de su casa vieja, cuando Jorge le dejó en el pasto una de esas pelotas de plástico para que no tenga otra alternativa que patearla-, la Pulga había soñado con ese partido. No era un sueño consciente (nadie es consciente a los dos años) y ni siquiera le decían Pulga todavía, pero esa patada sería el inicio de una incontable cantidad de patadas que daría en ese jardín, y que terminarían con plantas y macetas rotas, además de una lista interminable de quejas de Celia, su mamá. Porque no hay madre que se precie de serlo que no haya retado y hasta correteado a su hijo luego de que rompiera una pared, un vidrio y esas plantas que tanto cuida con un golpe seco, de esos que solo se viven con un pelotazo.

“Ya vas a ver cuando llegue papá”, repetía Celia cada vez que masacraba de un pelotazo una boina vasca o el jazmín que tanto cuidaba. Ni hablar de la tarde en que la ventana de la cocina se deshizo en mil doscientos pedacitos de vidrio, y post estallido se escucharon los gritos de Celia que se iban acercando desde el dormitorio. Y cuando llegaba Jorge, mientras Celia parecía repasar de memoria, alzando cada vez más la voz y en tono catastrófico todas y cada una de las plantas que habían sido víctimas de la zurda de la Pulga; el padre miraba de reojo a su hijo que escuchaba en un rincón del comedor el monólogo. Y la Pulga suspiraba de tranquilidad -aunque en silencio- cuando, en medio de la charla, veía la complicidad en los ojos de Jorge. “Más tarde te devuelvo la pelota, ¡pero mejorá un poquito la puntería vos también!” podía leerse en esa simple mirada cómplice. Y la Pulga, que tampoco tenía ese apodo todavía, sonreía al cruzar su mirada por encima del hombro con la del padre. En ese momento también entendió que un montón de cosas se podían decir sólo con una mirada o una acción, de esas que, a veces dicen, más que las palabras.

Leo Messi y sus palabras después de consagrarse campeón mundial.
Leo Messi y sus palabras después de consagrarse campeón mundial.

Con los años, la “cancha” se trasladó a la calle, mejoró la puntería y los pelotazos se hicieron más precisos -un poco por la práctica, un poco complaciendo el ruego mudo de Jorge-, y eso tranquilizó a Celia y a los vecinos, ya que sus portones de chapa estaban fuera de riesgo de abolladuras.

Un día cualquiera en la vida de la Pulga se resumía en: levantarse, ir al jardín, almorzar, patear la pelota, patear la pelota, patear la pelota, tomar el Nescuí', seguir pateando la pelota, seguir pateando la pelota, cenar e irse a dormir para soñar que seguía pateando la pelota.

A los cuatro años jugó su primer partido en el Abanderado Grandoli, el club donde jugaba su hermano y por el que había pasado toda la familia. El debut había sido un tanto forzado y mucho había tenido que ver su abuela -también Celia-, ya que fue ella quien le insistió al profe Salvador para que lo ponga a jugar con chicos un año más grandes. “Lo pongo al lado de la puerta, cosa de que si se larga a llorar, estás vos al lado y lo podés sacar”, le dijo el profe. Pero nunca lo sacaron, ni él ni su abuela.

Con cinco años recién cumplidos, la Pulga experimentó por primera vez esa sensación extraña que cualquiera siente cuando se propone algo: soñaba con ganar el campeonato infantil, y ese sueño ni siquiera lo dejaba dormir (valga la paradoja). Así como hasta hacía un año había pateado la pelotita desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, ahora todo su día transcurría soñando (despierto y dormido) con esa final.

Indistintamente de la época del año, Rosario es húmedo los 365 días (366 cada cuatro años, porque en los años bisiestos el martirio de la humedad tiene un día más). Pero en enero es más húmedo todavía. A tal punto de que el poder conciliar el sueño y dormir algunas noches requiere de mucha voluntad, y de acostarse prácticamente desnudo.

Sin embargo, el calor húmedo e insoportable era lo de menos para la Pulga. El mini torneo que había empezado en noviembre (con goleada para Grandoli por 4 a 1 en el debut y con él de titular fijo en el equipo, pese a ser más chico que sus compañeros) se definía el 27 de enero a las 4 de la tarde en el polideportivo municipal. Era una hora de mierda, la verdad, y el calor iba a ser insoportable. Pero la cancha no tenía luz artificial y tenían que aprovechar al máximo la luz solar.

Era la madrugada, faltaban algunos minutos para las tres de ese 27 de enero y quedaban trece horas para el partido más importante de su vida (hasta entonces), ese con el que soñaba desde el primer reto de Celia, después de podar las glicinas del jardín con un guadañazo de su zurda. Y la Pulga no podía dormir. “Nosotros o Central Córdoba... De ahí sale el mejor” pensaba y repensaba de la boca para adentro. Mientras tanto, los ojos abiertos como un dos de oro, clavados en un punto fijo del techo (que se perdía en la oscuridad) dejaban en claro que iba a ser una noche larga.

No miró el radio reloj antes de dormirse, pero cuando abrió los ojos sobresaltado a las ocho calculó que había dormido apenas unas tres horas. Y en esos ciento ochenta minutos había soñado todos los desenlaces y jugadas posibles para la final que empezaba en ocho horas. Se había visto a sí mismo haciendo un gol de tiro libre, otro de penal, uno de cabeza anticipándose al defensor en el primer palo y otro en el que había arrancado gambeteando rivales desde la mitad de la cancha, muy parecido al que Diego Maradona había hecho en México seis años antes, cuando él ni siquiera había nacido todavía. Y hasta había tenido tiempo de soñarse atajando un penal, porque en los sueños puede pasar cualquier cosa.

Cuando Jorge y Celia entraron a su habitación con el “desayuno de campeones” (así lo anunciaron desde la puerta y antes de acercárselo a la cama), la Pulga no sólo ya estaba despierto y levantado, sino que había estirado la camiseta naranja con mangas blancas de Grandoli sobre la cama y estaba preparando las medias. Los botines estaban en el piso, acomodados impecables al pie de la cama, como si los hubiese preparado para la noche del 5 de enero esperando a Los Reyes Magos.

Se tomó el chocolate casi de un solo sorbo, abrazó a los viejos, dejó bien acomodada la ropa -estiró la camiseta una vez más- y salió a pelotear a la calle desde tempranito, sin decir una palabra en toda la mañana y sólo haciendo una pausa al mediodía para las milanesas de Celia.

“¿Cómo estamos para esta tarde?” preguntó Jorge entre bocado y bocado, sacando el tema de conversación en el que todos estaban pensando en esa mesa, aunque en silencio.

“Bien”, contestó la Pulga, casi sin levantar la vista ni retirar la mirada de la milanesa, mientras la iba cortando y devorando a toda velocidad. La respuesta casi automática y el hecho de que ni siquiera mirara a su padre para responder dejaban bien en claro que toda su atención ya estaba en el partido que iba a jugar en menos de cuatro horas.

“¿Estás nervioso, che?”, retrucó con simpatía Jorge, tratando de sacarle algunas palabras más.

“Es el partido con el que soñé toda mi vida”, contestó con su timidez la Pulga. Tenía cinco años, su contextura física era más chica que la de otros chicos de su edad, y de verdad había soñado con ese partido desde la primera vez que pateó la pelota de plástico en el jardín, aunque en ese momento no supiera aún que lo estaba soñando.

Apuró lo que quedaba de la milanesa, la ayudó a pasar con un vaso de jugo y fue a la pieza a armar el bolsito. A las dos ya estaba en el poli con el profe Salvador Aparicio y sus compañeros de equipo. Del otro lado del playón estaban los pibes de Central Córdoba de Rosario también reunidos.

Los ciento veinte minutos siguientes parecieron ciento veinte años, y pasaron entre peloteo, indicaciones del profe y más peloteo. A las cuatro y siete minutos clavados el árbitro se paró en la mitad de la cancha -que tenía más tierra que pasto- y llamó a la Pulga y a Rolando (el capitán del otro equipo), quienes hasta ese momento escuchaban con atención las indicaciones de los técnicos al costado de la canchita principal. Ambos tenían cinco años, pero Rolando le sacaba casi una cabeza a la Pulga, a quien el short naranja le llegaba casi hasta las canillas. Con las medias subidas, no le quedaba ni un pedacito de pierna descubierto, y las blancas mangas de la camiseta de Grandoli -con la 10 atrás- alcanzaban para cubrirle los codos y más. Aunque era el talle más chico, a la Pulga le quedaba grande. Lejos estaba del porte de Rolando o de cualquiera de los otros chicos de cinco y seis años que estaban por jugar esa final.

Todo eso quedó en un segundo plano cuando, en una de las primeras jugadas del partido, la Pulga la pisó y -con caño a Rolando incluido-, encaró con dirección al área de Central Córdoba. Ese día todo el barrio estaba en el Poli. Más allá de que era jueves, los padres de los jugadores habían recurrido a todo tipo de excusas para faltar a sus laburos (aquellos que aún lograban mantenerlo y habían esquivado a la jodida crisis). Y los chicos más grandes, que estaban de vacaciones, dejaron de pelotear por dos horas entre ellos y se transformaron en curiosos hinchas que se sacaron las ganas de ver jugar a las joyas de la ciudad de Rosario.

Mientras corría con dirección al arco rival dando cortísimos pasos -iba rápido, pero los piecitos no le permitían dar trancos largos-, por la cabeza de la Pulga desfilaron las macetas y plantas que rompió en su casa, la imagen de Jorge devolviéndole siempre la pelota después de que Celia la escondiera, el debut en el Abanderado hacía menos de un año y las milanesas de ese mediodía (aunque no había podido terminar la primera, por los nervios y por miedo a que le cayera mal).

El tres de ellos, que era el doble en altura y en peso que la Pulga, atinó a salirle un poco -bastante- a los tropezones, por lo que con un sólo toque el 10 lo dejó en ridículo: se la tocó por la izquierda, lo pasó por la derecha y en menos de dos segundos el hijo de Jorge y Celia ya estaba de nuevo con la pelota, mientras el defensor todavía no terminaba de entender qué había pasado.

Ya había dejado a dos jugadores en el camino en su travesía al arco, y el murmullo en el público fue in crescendo: no había dudas de que con sus cinco años era capaz de dejar en ridículo no sólo a sus compañeros, sino a pibes de diez y doce años también.

Si la cancha hubiese sido un juego de mesa, un par de casilleros separaban a la Pulga del gol: el dos y el arquero. Pero el central rival estaba dispuesto a ser una de esas tarjetas que te hacen perder un turno en esos juegos. Se le plantó firme al 10 y antes de que siquiera tuviera tiempo de ver cómo se lo sacaba de encima, le dejó la pierna puesta y lo hizo caer.

Clarísimo foul, a unos treinta centímetros del vértice del área y otra vez el murmullo afuera de la cancha.

La Pulga, que era chiquito pero irrompible, se levantó apenas sonó el silbato del árbitro y fue derechito a buscar la pelota. Aparicio, desde afuera, sólo se limitó a gritar: “¡Pegale vos!”, mirándolo a los ojos.

Mientras el árbitro acomodaba a dos jugadores de Central Córdoba en la barrera, la Pulga se levantó un poco el pantalón (casi se lo estaba pisando ya), se acomodó las medias anaranjadas y puso la pelota un poquito más atrás de donde había sido la falta. El juez se alejó un poco y, mientras esperaba el silbatazo, la Pulga miró un par de veces la pelota y el arco.

“-¡Leo!...”

El árbitro dio la orden...

“-Eh, ¡Leo!...”

La Pulga trotó en dirección a la pelota...

“-¡¡Leo!!... ¡Llegamos!”

Leo Messi y su sueño: la Copa del Mundo.
Leo Messi y su sueño: la Copa del Mundo.

La Pulga se despertó (se había dormido unos minutitos) y se encontró a sí mismo en el micro que lo había llevado desde la concentración hasta el Estadio Lusail, de Qatar. El bondi ya se había detenido y por las ventanillas se veían cientos de personas en las afueras del estadio de la lujosa, increíble y paradisíaca ciudad qatarí. Los esperaban a ellos, con la celeste y blanca, y muchas de esas camisetas tenían el apellido de la Pulga escrito en la parte de atrás. Y la 10 estampada. También había otras camisetas azules decorando la postal (aunque eran menos que las celeste y blancas).

En el asiento de al lado de la Pulga estaba Rodri, que segundos antes lo había llamado dos veces por otro de sus apodos (que desde hacía años ya lo conocía el mundo entero), con un toquecito en el hombro incluido.

Y en el asiento del otro lado del pasillo lo vio al Fideo. “¿Cómo estamos para hoy? ¿Estás nervioso?” le tiró mientras se acomodaba el bolso antes de bajarse. “Es el partido con el que soñé toda mi vida”, contestó la Pulga, o Leo.

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(Este cuento es parte del libro “Mariandina 2. Otras historias de la vida en una cancha de fútbol”, escrito por periodistas mendocinos y editado en 2016 en Mendoza por “La Cooperativa del Libro”. Fue adaptado para esta publicación).

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