Los reunió en una casa de Ciudadela. Eran tiempos de VHS, de avanzar o rebobinar, según el caso. El video dura 90 minutos. En realidad, no era un partido: esa cinta era un espectáculo, impensado, un imposible. El cuerpo técnico de Vélez de un lado, el plantel, por el otro, incómodo, ansioso: el laboratorio iba a durar unas tres, cuatro horas, de tácticas, estrategias, pizarrones. Carlos Bianchi y el profe Santella lo sabían: iban a ver solo ese partido y, con él, arrebatar los secretos del otro lado del mundo. Porque la Champions League era pura imaginación para nuestro medio.
La tecnología solo volaba en las películas de ciencia ficción, apenas llegaban los goles de la liga italiana y la española. Ese cassette era una reliquia, que el Virrey consiguió de un amigo de las Europas. El Milan de Fabio Capello le ganó 4-0 al Barcelona de Cruyff el 18 de mayo, en Atenas. Una bofetada al equipo de Koeman, Guardiola, Stoichkov y Romario. Una maravillosa paliza táctica que un grupo de atrevidos de un club de un barrio populoso estaba a punto de ver, paso a paso. Cada detalle.
El club de barrio, en realidad, ya había logrado el milagro: campeón de la Copa Libertadores frente al San Pablo de Telé Santana, ante unos 93.000 hinchas en el Morumbí. La preparación, ahora, era en el cercano Oeste, con un control remoto y un par de bolígrafos y conceptos. La verdad: pocos prestaban atención en continuado. Christian Bassedas, el cerebro del equipo, era el más aplicado.
“Empezaba a ser común ver videos para ver qué conclusiones se podían sacar. Ese video de Carlos fue la primera preparación. Ver cada detalle de ese partido. Ufff, pasaron 26 años de aquel 1° de diciembre, es mucho tiempo. Ahora uno, con el tiempo, entiende cada vez más lo que significa ese título. Único, especial. Que le dio a Vélez un prestigio internacional que no había tenido nunca, jamás”, afirma el exvolante.
“El Milan de Capello le había ganado al Barcelona de una forma increíble. No había tanta información como ahora, recuerdo que el único partido que Bianchi nos hizo ver fue justamente ese. Y nos dijo: ‘Mejor que en ese partido no iban a jugar’”, recuerda Bassedas. El “primero en ser un gran club”, esta es la historia de una entidad barrial que se sentó en la mesa de los galanes.
Fue el rey mundial en 1994, en un partido transmitido por el viejo Canal 9, jugado en el estadio Nacional de Tokio, entre dos equipos sin equivalencias. La antigua historia de David y Goliat. Boban, Donadoni, Desailly, Maldini, Costacurta y Baresi, el mariscal, contra un equipo de valientes, conducido por Bianchi, el Virrey que ni siquiera imaginaba que iba a ser leyenda de otro gigante, apenas un puñado de años más tarde.
El triunfo fue por 2 a 0, con goles de Roberto Trotta, de penal y el Turco Asad. El prólogo de esta obra maestra se escribió en los rincones del restaurant Tío Piola, en Ciudadela, vestido con la V azulada y arropado de las mejores achuras. Siempre iban a comer, todas las semanas, en la antesala de los encuentros, a este sitio que tenía una suerte de espacio exclusivo en el piso superior y que tenía pantallas gigantes.
No eran habituales las concentraciones, pero Bianchi, un adelantado, creía que era un lugar para la armonía grupal. También, una suerte de cábala. El dueño era un hincha de Vélez, un hermano del Virrey.
“Había mucha diferencia, en todos los sentidos. Ellos estaban vestidos de traje, nosotros llegamos con ropa deportiva. Parecían altos, gigantes, imposibles. Estaban Bovan, Desailly, Maldini. En aquel momento lo veíamos tan lejano todo, que tal vez lo estoy agigantando”, recuerda Bassedas. “Parecía que estaban vestidos por Armani. Solo les faltaban los relojes Bvlgari.”, contó el DT, años más tarde. “De una sola cosa me lamento en mi vida deportiva: la derrota en la Copa Intercontinental contra los argentinos de Vélez”, confesó Capello, en una entrevista con el diario Tuttosport.
“¿Cómo vas a descuidar el campeonato?”. A Bianchi le recriminaban, en la intimidad, la osadía de pisar resbaladizos terrenos sudamericanos. Mucho antes de Tokio. Mucho antes del Morumbí. “Yo quería dejar una huella internacional. Era un equipo que daba, no pedía. No eran fenómenos: eran inteligentes. Yo creo que con jugadores inteligentes se pueden lograr grandes cosas”, contó, tiempo después, en un informe de TyC Sports.
Algunos soldados de Vélez eran pendencieros. Chilavert, Almandoz, Trotta, Sotomayor. “Nos miraban por encima del hombro, se creían superiores. Bah, tal vez lo eran. Pero no pudieron con nosotros”, describió Chilavert, que antes del encuentro, encara a Sebastiano Rossi, libre, despreocupado. Y le reclama: “¿De qué te reís, si sos el peor arquero del fútbol mundial?”. A Vélez nunca le ganaron de guapo.
Bianchi no hizo ni un cambio. Pasó la tormenta inicial y, después, salió el sol de Tokio. “El partido fue complicado. Al principio, Chilavert tuvo dos o tres intervenciones que nos dieron la posibilidad de aguantar el resultado. Después lo emparejamos, pudimos imponer nuestro juego. Y lo ganamos bien, con el principal mérito que tenía ese equipo: la fortaleza mental. Siempre en alto, ese era nuestra principal virtud. Con el liderazgo de Bianchi, que marcó la década del 90 en la historia de nuestro fútbol”, explica, con lógica, Bassedas.
“Fuimos un equipo de guerreros”, define Chilavert. En el vuelo de vuelta, Tito Pompei, el héroe del Morumbí, no salía del baño: estaba aferrado al inodoro. La alegría se había transformado en excesos, con la tónica del alcohol. Pacha Cardozo tenía miedo: intuía de que si le contaba al Profe Santella de semejante desliz, iba a ser un escándalo. Se animó: fue y se lo dijo, con ciertos rodeos antes de llegar al punto final. “¡Hagan lo que quieran, son campeones del mundo!”, fue la respuesta.
Pasaron 26 años: casi, casi, una vida. “Vélez es un barrio. Y que un club de un barrio salga campeón del mundo, para muchos, era una utopía. Menos para nosotros. La utopía se convirtió en realidad”. La fantasía que Bianchi imaginó una tarde de videocasetera.