Me explota el corazón. Otra descripción no cabe. La vida y obra de Maradona atravesó mi infancia. Literal. Me marcó el alma. Aprendí a leer con la revista El Gráfico y los informes de sus partidos en el Nápoles. Mundial México 1986…felicidad total. Argentina gritó campeón del mundo por segunda vez en su historia. Sin embargo, en casa, ahí en el Barrio Los Ceibos, en el corazón de San José, levantamos la Copa de la Felicidad. Mi viejo, el Miguelo, recuperó su sonrisa. Encontré en aquel mes de junio un rostro totalmente desconocido. Radiante. Me acerqué y conocí a un papá que cambió cataratas de lágrimas por sonrisas. Un año antes, había fallecido mi vieja tras luchar con cáncer terminal que la maltrató durante largos años. Cursaba segundo grado y por obra y arte de Diego Armando, en el seno de mi familia volvió la luz. Inexplicable pero real. Eso generó el Pelusa en mi vida: un amor incondicional, el cual me permitió tener una conexión única con mi viejo. Eterna.
Aprendí a usar una videocasetera JVC grabando sus goles en el noticiero. Escuché durante miles de noches, relatos de Víctor Hugo de partidos del 10 en casettes TDK. Revistas, diarios, libros, figuritas y pilchas de Maradona por doquier. Un estilo de vida.
Cometió errores en la vida como todos, en lo personal y en lo deportivo. Jamás lo juzgué. No tengo porqué. Y si algún día lo hiciera, sería imposible. Qué le puedo cuestionar al tipo que con una zurda mágica, un corazón rebelde y una pelota de fútbol, me regaló el primer abrazo y la primera sonrisa de mi papá. Ese momento y el nacimiento de Agustina, los goles más importantes de mi vida.