Los afrikaners son unos bichos raros en África. No porque tengan tres ojos y seis patas, sino por ser blancos, la comunidad blanca más grande de todo el continente negro. “Esperá, esperame un cachito: afrikaner, África, blanco, negro… quedé un poco mareado. A propósito: ¿Qué día es hoy?” pregunta un perdido de por ahí, el rostro de alguien acostumbrado a desayunar cereales con anticongelante para camiones.
Con casi tres millones de miembros, los también llamados “Boers” corporizan algo así como el 7% del padrón de Sudáfrica (aunque tienen a su vez una importante presencia en el vecino Namibia, donde le compiten cabeza a cabeza a la población de cebras).
En la denominada “Nación del Arco iris” habitan principalmente las áreas del noreste y el oeste, siendo esta última su verdadero lugar en el mundo. Con todo, el peso simbólico de la colectividad es muy grande en el país entero.
Tanto, que los políticos que la representan han sido de los más influyentes durante décadas, llegando a crear el mismísimo Apartheid. Lindo para invitarlos a tomar la leche, chiquititos del señor.
Pero amén de ese nefasto capítulo, la historia de los afrikaners resulta sumamente atractiva. Descienden de los holandeses, quienes arribaron al occidente de la actual Sudáfrica buscando un punto de descanso para sus largos viajes entre Europa y Asia.
“Alístense para desembarcar, arríen velas, leven anclas y eliminen al negrito ése que me mira feo”, dijo antes del primer descenso el capitán, que ya tenía pinta de racista. El nativo en cuestión, desde la costa, contemplaba a los extraños visitantes y tampoco soñaba encuentros amistosos: “Olonko, andá preparando las brasas y el chimichurri”, ordenó a su ayudante, lanza en mano.
Tras aquella incursión inicial, los años y el cambio de generaciones fueron dando lugar a la cultura Boer. Para ello, los integrantes del clan tuvieron que batallar la tierra a los colonos ingleses (“Se lo cambiamos por Malvinas: hay pingüinos”, intentaron negociar los británicos), y a los zulúes. Entre victorias y derrotas, pudieron expandirse hacia el este y el norte, en un afán por moverse que ya les venía de sus antepasados.
Hoy, los afrikaners más conservadores siguen sus tradiciones de vida rural y espíritu folclórico en los alrededores de Ciudad del Cabo y en toda la provincia del Cabo Occidental (donde son la mitad más uno, igual que Boca hace 30 años). Allí, comen las deliciosas borewors (salchichas artesanales a la parrilla), hablan el afrikáans (idioma muy similar al holandés) y cultivan el arte del rugby, deporte en el que son temibles.
Que lo digan, si no, los jugadores argentinos, que cada vez que ven venir a estos gringos fornidos como una estampida de búfalos, cambian la cara de puma por la de tatú carreta.
Calvinistas a morir
También por herencia europea, los boers practican el calvinismo, una rama de la escuela protestante cristiana de la que son fervientes seguidores. Entre otros postulados, esta religión asegura que Dios reserva la salvación eterna solamente a un grupo de iluminados pero que nadie salga a decirse pariente de Montesquieu: al parecer, el de arriba ya los tendría elegidos.
Así lo creen los clérigos locales, convencidos de que el Todopoderoso ama a los afrikaners más que a nadie en la tierra. Más que a los chinos incluso.
De ahí que los haya protegido durante el Gran Trek o Gran Marcha, una expedición que por casi 10 años los llevó a conquistar territorios del interior continental con notable éxito.
Inspirado por aquellos relatos, el cura de una iglesia de aldea abre sus brazos al cielo y, en lengua autóctona, grita algo que al viajero le resulta inentendible. “Y con tu espíritu”, responde éste, completamente perdido. Los feligreses, atónitos, analizan la situación y ya planean un exorcismo.