Marruecos: Essaouira idílica, tras su puerto y sus murallas

Con los vientos alisios como estimulantes, las túnicas vuelan, los surfers montan olas y la Medina retoma su frenética actividad cada día. A orillas del Atlántico la marina y sus barcos tan azules como el agua.

Marruecos: Essaouira idílica,  tras su puerto y sus murallas

En la costa atlántica marroquí, acompañada siempre por los vientos alisios, Essaouira se recorta entre el azul del océano y las piedras que en construcciones fantásticas mixturan Oriente y Occidente, hablan de árabes y bereberes, también de franceses, y entre tanto, barquitos despintados a la orilla, mujeres con sus tatuajes en oferta y los dátiles que no dejan de tostarse en cada esquina. Allí donde los siglos se detuvieron en alguna de las mil y una noches, los turistas llegan a paladear sus playas, extensas y doradas, desprovistas de corte europeo y sin embargo tan cosmopolitas que sorprenden.

El trazado -con mapa en mano- simula mucho a los de Europa o la copia que se trasladó a América, en cuadrículas. Sin embargo los bastiones de fines del siglo XIII se confunden con los primores pétreos de los ocupantes primeros. Volvamos entonces, como puerto estratégico siempre en la mira de grandes civilizaciones vio a fenicios y cartagineses, pero luego el imperio romano se apoderó del azul... o del púrpura. Resulta que la zona fue muy valorada por los romanos por la producción de púrpura que se daba en derredor de la ciudadela y sus rocosos islotes. Allí el molusco se desarrollaba naturalmente y en forma abundante, ése que le daba el púrpura real nada más y nada menos que a los emperadores romanos. En el Museo Arqueológico de Rabat se encuentran los vestigios de aquellas producciones que se daban especialmente en la Isla de Mogador.

Precisamente, y haciendo un salto histórico importante, los portugueses en el siglo XVI llamaron a Essaouira, Mogador. Allí dejaron sus edificios como legado. En la puja de poder le seguiría el sultán Sidi Mohamed Ben Adellah en 1764 que la bautizó como hoy la conocemos. Con él también llegó la Medina y las construcciones defensivas, como el relevante puerto que brilló hasta que el protectorado francés lo mudó a Casablanca. Pero nadie le quita su puerto, encantador y fascinante, repleto de historias que miran al continente vecino.

Los pescadores y su faena en gritos de compra venta, las señoras tapadas de pies a cabeza regateando la cena. Tras la puerta de la Marina, se puede visitar también el astillero donde aún se construyen chalupas de forma artesanal. Camino a la Medina con la tarde en franco retroceso, las tonalidades afloran en muros y personajes, pero no se quedan en paredes blancas y pórticos azules, destellan con el ocaso, su esencia.

Construcciones blanqueadas, torres, arcos, faros, toques de piedra en el piso y escalones milenarios. La visual parece de película de los 50’ pero este sector declarado Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, no es un mero espacio para observar en 2D, más bien es para meterse con todo. Caminar sus calles laberínticas, encontrar tesoros de cuero y metales, también esculturas de madera. Es que su artesanía es rica. Los souiri, como se les conoce por aquí, son maestros en orfebrería, marquetería y ebanistería, sobre todo de la madera de thuya. Las especias por otra parte, son un derroche de placeres visuales como aromáticos, y los maquillajes para damas, un requisito para saber que se pisó esta tierra. Y todo en una mezcla de té de menta, un buen café oscuro, algo de frutos secos, también frescos, pescados y dulces al paso. Las calles dan paso a centenares de talleres de artesanos, y en ellos otro juego se abre.

Cabe destacar que la Medina cuenta con tres puertas monumentales, Bab Sbâa, Bab Marrakech y Bab Doukhala, y aunque parezca una quimera, tras unas horas en el sitio es posible ubicarse, al menos, para salir a una calle principal. A poco la la famosa torre del Reloj y l´Istiqlal y SIdi Mohammed Ibn Abdallah donde se encuentra la mayor mezquita de Essaouira Ibn Youssef. Cerca el soco el Jdid, otro deleite de puestos con todo para todos.

Es importante conocer las fortalezas o “skalas”: la del puerto y la de la “Ville”, denominación que heredó del colonialismo francés. En la primera destacan el par de torres y la muralla-pasarela con su hilera de cañones. En el interior de la segunda, martillan los artesanos de la madera, considerados de los mejores del continente. Dispuestos a lo largo y ancho del casco como un resabio del Medioevo, sobresale asimismo el trabajo de los orfebres y sus productos de platería, y el de los maestros de la tela y las alfombras. El Barrio Judío es un buen ejemplo de ello.

Arenas, comidas y paseos

Y la playa llama, y la playa es Essaouira también, situada a metros de la Medina. Las arenas invitan al reposo, a rever las fotos, a perderse en los pasos de los otros, de los que día a día transitan la zona, a dejarse rozar por los vientos alisios, incluso probar las tablas, porque aquí el Windsurf crea fanáticos.

Algo más tranquilo son los paseos en camello que ofrecen por unos cuantos dirhams, mientras las murallas hacen el fondo perfecto de esta costa que mira al Atlántico.

A tono con el resto del país, Essaouira está repleta de riads. Se trata de las típicas viviendas de origen andaluz que reparten en tres o cuatro pisos de finas terminaciones en arte islámico, patio central de vegetación y fuente, sillones, almohadones y frescura por doquier. Varias de ellas funcionan hoy como hoteles y posadas de la más diversa categoría (se consiguen cuartos básicos desde 20 dólares). Allí también restaurantes con cuscús míticos y pescados recién sacados del agua, todo con una atención esmerada y un pan que se recordará por mucho tiempo. No hay vino, ofrecen agua y té de menta, y está bien.

Situada a los pies del Gran Atlas, Essaouira inspira conocer más de Marruecos, quizá una excursión por el desierto, por los poblados berebere o llegar por el día, o un par, a Marrakech. Las opciones son muchas, como arrimarse a las colinas en la que pastorean cabras, a alguna fábrica de aceite de argán, o a un taller de tintes naturales. En cualquier caso el viajero deberá estar atento, muy atento, porque las pequeñas cosas son las que quedan grabadas del viaje, como un jugo de naranjas recién exprimido del quiosco en forma de tienda árabe; el monederito en el que el artesano escribió su nombre para que no lo olvide, o esos dulces que se desarman en la boca y que pronto serán una adicción; la túnica que cada vez que se mire en casa llevará al aire de mar y al canto quejoso de las gaviotas, o a los dichos del adivinador, que es de otra Medina, pero llegó para probar suerte por estos lares.

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