Jamaa el Fna da lugar a los contadores de cuentos que juntan su público de bocas entreabiertas por lo que oyen, vaya a saber uno. A metros, los músicos de extraños sombreros de cascabeles, más allá los que en banda desentrañan pentagramas africanos, a lo lejos se escuchan tambores.
Los sacamuelas de mirada feroz, los actores y sus sátiras, lanzallamas a la espalda, gallinas al frente, un espadachín de armas tomar, palomas que aparecen y desaparecen. Pero son los encantadores de serpientes los que nos dicen que estamos en Marruecos, país africano, musulmán, un reino antiguo de leyendas milenarias.
El tormentoso chillido de las pungi hace elevar a las cobras en hipnótica danza. Algunas serpientes intentan escabullirse de los canastos, los transeúntes se desparraman.
Otras rodean los cuellos de los turistas para la foto y en cualquier cosa monedas para ver o tocar. Algunas mujeres cubiertas de pies a cabeza tatúan con henna, mientras un hombre -escriba- anciano él, escribe para quien lo pida, quizá sean cartas de amores perdidos.
Roja, de Dios
La medina es la zona, amurallada. Al-Ham'rá, en árabe ciudad roja, resume el gran patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad por la que fue destacada por Unesco.
El color de sus muros levantados hace 1.000 años es el de su tierra, de allí su denominación, roja. Resulta fascinante que en Marrakech todo muro dentro o fuera de la medina es del mismo color. Es una ley que no se infringe y que da belleza a toda la urbe.
El epicentro de todo es la plaza Jamaa el Fna que sirve de guía para meterse en un soco y luego salir a un sitio conocido (la plaza) y de ahí ingresar a otro y nuevamente regresar a lo único que reconocerá como ya visto. El resto parece reacomodarse al antojo de objetos y personas. Y si alguien deja una compra para mañana, seguramente jamás encuentre el local en cuestión.
La aventura sin fin
Algo llama la atención y en segundos estamos transitando una arteria de un universo paralelo en el que las calles son entrecortadas, angostas, zigzagueantes, abarrotadas de gente y de objetos de toda clase: desde alfombras, telas, artesanías de metal, lámparas, maquillajes, enseres, vestimenta, marroquinería, etc., y todos los etcéteras que se les ocurran.
Algunas calles suben y a veces bajan. Hay arcadas que abren escuetos pasadizos y de repente ingresan en un mercado techado y al momento te dejan a la luz del sol.
El caos es su regla. Aquí no hay mapa posible. La única referencia viable son los carteles en lo alto que siempre señalan la dirección de la plaza, como para dar un marco referencial al viajero.
Pero daremos algunos tips: Hacia el Norte, las callejuelas abren paso a los socos. Se trata de los mercados especializados en diversos rubros que se encadenan en forma ininterrumpida. Así el de babuchas -los típicos zapatos sin talón y muy puntudos que usan los marroquíes- el de alfombras o pieles, también hay de túnicas y algunos de ropa, china, claro.
Luego, los sectores destinados a los artesanos están delimitados. El de los herreros, por ejemplo, que permite ver cómo a fuerza de combazos se perfora una lámina de metal con dibujos geométricos que más tarde formarán la pantalla de un faro marroquí. Diminutos talleres en el que dos hombres apenas caben sentados en el piso haciendo arte con sus utensilios precarios.
La otra plaza
En un abrir y cerrar de ojos, como en un pase mágico otra vez la zona de bazares genéricos. A poco, nunca se puede decir con exactitud a cuántos metros, cuadras o calles, porque ya explicamos que ésta es una ciudad de mercados entrelazados con pasajes secretos y dimensiones desconocidas.
Se abre la placita del Soco de las Especias. Diminuta, encantadora y ordenada dentro de su desorden. Mujeres con sus gorros de lana y caballeros con pequeñas esculturas de madera y dromedarios en minúscula talla se establecen en el espacio mayor, junto a puestos delimitados por sombrillas, de todo tipo de yuyos y condimentos.
Conos enormes de polvos de colores hablan de todo lo necesario para preparar el tajine o el cuscús; son las especias más delicadas. Cuelgan ramas de hierbas medicinales, con manojos de la flor de una planta que venden como "escarbadientes". Están los pigmentos naturales para pintarse ojos y labios al estilo árabe.
Todos los locales que recorren los lados del perímetro disponen además de frutos secos en perfecto alistamiento, en conos de papel -de oficina, por ejemplo-; se los puede llevar para degustar.
Al elevar la vista, pequeñas terracitas constituidas en restaurantes son los sitios perfectos para observar el movimiento de este sector de la medina y, de paso, degustar alguna de sus raciones típicas.
Cordero, ternera o pollo con cebollas ajíes y zanahorias o calabaza son la base de la preparación que muy sazonada se descubre al levantar la tapa del tajine de barro cocido; agua, té de menta o gaseosa, en la medina está prohibido el alcohol.
Mientras, los vendedores de cada puesto intentan mostrar su mercancía con una tortura de números que lo perseguirá varios metros, hasta que otro vendedor lo descubra, desprotegido y la cosa vuelva a comenzar.
La habilidad de estos hombres es sorprendente. Cualquier tipo de transacción es valorada, pero mucho más la discusión por el precio. El dominar varios idiomas es parte de la astucia.
Por momentos caminar se hace imposible, no sólo por el asedio sino por las cientos de motos de baja cilindrada que transitan por las callecitas atestadas de gente a velocidades impensadas. El dominio de los conductores dejaría boquiabierto a cualquier romano.
De cuero y menta
Hay pieles y cueros secándose en una terrosa calle. Algunos ancianos toman su menta tapados por el polvo que desencadena una brisa sorpresiva.
Un portal da ingreso a la curtiembre. La posta continúa con el relato de otro hombre que antes de hablar entrega sendos ramos de menta a los visitantes pues el olor es nauseabundo. Una treintena de piletas de hormigón contienen cueros de ovejas y cabras. Los procesos por los que pasan son similares: agua, cal y estiércol de paloma para despegar los pelos.
Hay operarios metidos hasta la cintura en alguno de esos piletones de baboso líquido. Otros están encerrados en oscuras y apretadas habitaciones despegando piel.
Hay perros que duermen sobre cueros; otros esperan las sobras. El olor se acrecienta como la sensación de estar en un maldito circo en el que los trabajos inhumanos son parte de las sorpresas para el turista.
Se huye, la hediondez es la que expulsa. Entonces, mientras el viajero trata de ordenar sus pensamientos se ve -a metros- un local de hermosas carteras, babuchas, bolsos y maletines de cuero...
Cuando el sol se va
La plaza Jamaa el Fna, reluce al atardecer, cuando el sol ya deja respirar. Los puestos de comida se instalan en el centro. Se cuentan de a cien. La mayoría ofrece tablones y bancos para degustar cordero, carnes y pescado en pinchos o en platos.
Hay otros como el de sopa de caracol, que brinda los platos al paso. Al final los vendedores de dulces irrumpen con mesas móviles tentando a los que pasan. El espectáculo aquí son los llamadores de clientes, una extraña especie que debe haberse desarrollado allí, al norte de África, cuya habilidad para capturar comensales, asusta.
Primero observan, minutos después hablan la lengua del turista presa, pero una bebida gratis -que luego olvidan al momento de la cuenta- siempre funciona y finalmente logran sentarlos. No tienen pungi, son encantadores de personas.