"Esta película es así: son seis historias. Hay dos que empiezan y no terminan. Terminan en la mitad, son cuatro comienzos. Después hay una que empieza y termina, y después hay otra que empieza en la mitad y termina todo el film. La película se llama 'La Flor' y las seis historias no tienen otra conexión entre sí más que sus cuatro actrices, que trabajan en todas las historias haciendo personajes diferentes. La película está hecha con ellas y, en algún punto, es sobre ellas".
Lo han contado ya. Diez años atrás, las actrices del colectivo y laboratorio escénico Piel de Lava (Laura Paredes, Valeria Correa, Elisa Carricajo y Pilar Gamboa) se conectaron con El Pampero Cine para adaptar una obra.
La química creativa dio paso a un proyecto más duradero y proteico: emprender, juntos, una aventura cinematográfica sin límites preestablecidos. Así, la semilla de La Flor planeaba explorar distintas facetas de estas artistas y distintos géneros.
Así, una misma actriz (Elisa Carricajo, por ejemplo) en uno de los episodios es una italiana al frente de un grupo mafioso que trafica veneno de escorpiones y en otro, una tímida trabajadora de un centro de salud rural.
O Pilar Gamboa, que en una de las tramas encarna a una suerte de chamana cuyo afán es deshacer los maleficios causados por una momia precolombina, y en otra es una diva de un dúo melódico a lo Pimpinela. Hay, pues, una summa genérica: terror, fantástico, espionaje, western...
Es interesante pensar en cómo, a lo largo de esos diez años, fue mutando la experiencia y el cuerpo de estas cuatro actrices. Y cómo se fueron tramando las relaciones y los roles en esta excepcional producción independiente. Aquí lo cuenta Llinás.
– En principio, pensemos en ese esquema narrativo de "La Flor", que trazaste con un crayón sobre un papel. ¿Cómo surgió la estructura floral?
– Aunque parezca arbitrario, fue lo primero que apareció. Cuatro rayitas para arriba, un círculo, una raya final hacia abajo. Al comienzo esas rayas eran más rectas y, con el tiempo, se fueron curvando. Fue como un signo que apareció, y sólo después pude descifrar: Las flechas hacia arriba implicaban comienzos, la flecha hacia abajo, final. Con el tiempo, comenzamos a llamar Flor a ese esquema, y a los pocos meses quedó claro que ése sería el título del film, más que nada por una cuestión que tenía que ver con el uso. Pero el signo simplemente apareció un día en mi cabeza, con su explicación detrás. Vaya uno a saber qué extraño demonio me lo dictó.
– ¿Qué participación tuvieron las actrices en la escritura de la película?
– Elisa Carricajo escribió algunos diálogos del episodio 1 y pensó conmigo cosas de la estructura. Después de eso, nada más. Rápidamente quedó claro que ellas (que escriben y dirigen en forma totalmente autogestiva sus propios espectáculos) no harían eso mismo aquí. El juego en este caso era que yo escribiera para ellas, y existía un acuerdo tácito en que cuanto mayor fuera la arbitrariedad, más divertido sería ese juego. Evidentemente yo, desde afuera, podía tener una mirada sobre el grupo y sobre ellas mismas que desde dentro resultaba más difícil. Creo que el resultado se parece a los espectáculos de Piel de Lava pero transformados por esa mirada que se entromete, que opina, que teje relaciones e impone caprichos. Casi como un dios, pero de esos dioses medio farabutes de la mitología griega, que convertían a las ninfas en cañas o en plantas de laurel. La diferencia es que aquí las chicas se valieron de ese procedimiento (de ese dios) para llevar adelante sus disfraces y no al revés.
– ¿Qué elementos fueron entrando en el "saco" de escritura?
– Es evidente que mi creciente relación con ellas fue generando réplicas secretas en la ficción: pequeñas bromas, pequeños poemas o declaraciones, alguna que otra venganza, pero siento que eso es algo que debemos reservarnos para nosotros. Sólo diré que existe una trama paralela, íntima de “La Flor”, que es no menos compleja que la que todos pueden ver, y que ambas tramas se nutren entre sí de un modo asombroso. Cuando dos de las chicas se enteraron de que estaban embarazadas con tres días de diferencia, y meses antes de filmar el episodio final (en el que esas panzas lucen como nunca), yo comprendí que esa trama secreta iba en serio.
– ¿De qué manera fueron apareciendo las elecciones genéricas (terror, fantástico) y por qué ésas en particular?
– No te voy a mentir: de manera totalmente caprichosa, arbitraria, intuitiva, automática.
Bajo el volcán
– ¿Qué te interesa destacar sobre el modo de producción de la película?
– Me interesa destacar a Laura Citarella, la comandante general de producción de El Pampero Cine, que no sólo llevó adelante este transatlántico cinematográfico durante diez años sin pisar siquiera los pasillos del INCAA, sino que en el medio organizó y estrenó cinco o seis películas más, dirigió dos y tuvo una pequeña hija. Los jóvenes cineastas mendocinos, a quienes acuso por este medio de pereza y altanería, deberían imprimir su foto y prenderle estampitas.
– Se percibe el proceso que han atravesado las actrices en estos años (en sus carreras y en sus cuerpos), ¿cuál fue tu propio proceso como realizador?
– Bueno, en principio creo que Agustín (Agustín Mendilaharzu) y yo hemos aprendido bastante sobre el oficio. Antes, en "Historias extraordinarias" por ejemplo, nuestra puesta en escena era más básica: Si bien existían algunas panorámicas complejas, en general filmábamos toda la escena en dos planos y en montaje los alternábamos. Ahora hemos crecido en nuestro dominio del lenguaje y ya hemos alcanzado un nivel que considero digno.
Llinás entiende que toda la investigación de "La Flor" en materia de puesta en escena tuvo que ver con aprender los trucos de los viejos maestros, "y el primero fue Hitchcock, con quien yo estaba obsesionado en los primeros años del rodaje. Luego llegarían Lang, Renoir, el propio Eisestein, el propio Chaplin, los pioneros del slapstick y muchos otros. Creo que puede pensarse 'La Flor' como un grupo de personas aprendiendo a filmar. Será el público, ese maestro cruel y severo, el encargado de tomarnos examen".
– ¿Cuáles fueron las mayores dificultades que hubo que sortear? ¿Y cuáles las alegrías o los atajos imprevistos?
– Diría que lo más difícil fue subir un automóvil arriba de un árbol. También hubo un escorpión mecánico al que hubo que remplazar por otro real. En cambio, las escenas filmadas dentro del cuartel general de la KGB en la plaza Lubyanka o en diversos aeropuertos de Europa del Este resultaron, dentro de todo, bastante fáciles.
– ¿Sentís que ésta es una película de Llinás, cine de autor, o que ya es hora de pensarlo desde otra perspectiva, incluso para la difusión?
– Nunca pensé que la película fuera mía. Pocas cosas me irritan más que eso, e incluso la última vez que estuve en Mendoza no pude evitar apercibir a Laureano Manson cuando presentó como “‘La Flor’, de Mariano Llinás”, aun cuando estábamos Agustín y yo frente al público en pie de absoluta igualdad. Hay que decir que Manson no tiene la culpa: son años y años de hablar en esos términos, de adjudicar la obra a una persona única, y hay que decir que la mayoría de las películas son pensadas así por sus directores. ¿Cuántos son los que se refieren a “mi película” como si fuera algo que les acabara de llegar de Miami por Amazon?
– Entonces ¿cómo poner toda esa tradición en crisis?
– Es muy difícil comunicar los procesos grupales, pero es imprescindible hacerlo porque sin ese cambio de perspectiva nunca podremos desterrar el modelo hegemónico del profesionalismo y la industria. Si es “mi película”, eso significa que los demás trabajan para mí, y eso reproduce un esquema de patrón y empleados que acaba forzosamente en sindicatos y en burocracia. Si pensamos en un esquema cinematográfico más horizontal y autogestivo, es imprescindible que comprendamos que estas formas que copiamos de la industria son dañinas. Es un camino largo, y la prueba está en que soy yo quien está respondiendo estas preguntas, y que probablemente esta entrevista lleve mi nombre y mi foto en grandes letras, y no las de Agustín Gagliardi o Ingrid Pokropek, tan imprescindibles para “La Flor” como yo mismo.
– ¿Qué construcciones te interesa derrumbar (o al menos mover) en relación a las formas de hacer cine?
– Bueno, un poco las del punto anterior. Algo que me irrita particularmente (y que veo mucho en Mendoza, cuya producción conozco bastante) es una especie de esnobismo con los equipos y la tecnología, y eso es algo con lo que me he peleado desde que era estudiante de cine. Personas que gastan fortunas en equipos carísimos, en cámaras “4k”, en monitores calibrados de miles y miles de dólares, en salas de sonido en las que podría mezclarse “Star Wars” y después no saben qué hacer con ellos; no pueden filmar un plano. Me recuerdan a esos nuevos ricos que compran camionetas todoterreno con las que podrían internarse en el Mato Grosso y después las usan para ir a la panadería los domingos. ¿No comprenden que no es en esos objetos de lujo en donde está el secreto para hacer cine, sino en el afán de descubrimiento y de aventura?
– Imagino que pensaste en lo primero que dirían sobre la "carga horaria" del espectador. Que muchos juzgarían las 14 horas que dura la película como un gesto snob. ¿Qué tipo de experiencia querías aportar?
– La misma que tuvimos los cinéfilos desde siempre: la de pasar horas y horas en el cine, viendo una película tras otra, saliendo apenas para fumar o para ir al baño o para tomarse un helado en lo de Soppelsa frente al cine. Pasar días enteros dentro del cine, compartiendo la experiencia con un montón de desconocidos que a la larga acababan convirtiéndose en amigos, o en enemigos, o en potenciales amores. Ante se veía cine así, y no veo por qué ese delicioso ritual habría de perderse frente a otros como mirar tonterías en el teléfono celular o quedarse toda la tarde en casa mirando temporadas enteras del mismo programa de televisión.