El 16 de setiembre de 1977 se despertó, desayunó en la cama y fue hasta el baño. Según los relatos que nos llegaron, sintió un leve dolor en la parte izquierda del pecho: el corazón era el problema, una vez más.
María Callas murió pocas horas más tarde. Los médicos dijeron enseguida que se trató de una "crisis cardíaca": literalmente, su corazón había explotado. ¿De dolor, quizás? Eso piensan muchos, aunque una incineración curiosamente acelerada alimentó luego la sospecha de un suicidio. Nunca se sabrá, en definitiva.
Hoy, cuarenta años después de ese viernes parisino, la placa en Père Lachaise sigue diciendo su nombre. Está intacta y siempre llena de flores. Sin embargo, se sabe que las cenizas no están ahí sino muy lejos: esparcidas en el mar Egeo, flotando bajo el sol, tal como había nacido el amor que la destruiría.
I. El ascenso
Ana María Cecilia Sofía Kaloyerópulos nació en Manhattan el 2 de diciembre de 1923. Era hija de padres griegos inmigrantes, que no tardaron mucho en reducir su apellido a una forma más pronunciable. Evangelia, su madre, había visto morir a su primogénito y sólo quería volver a tener un hijo varón, se dice, por lo que con su hermana Jackie (ironía perversa del destino, ya verán) sufrió este hecho.
Sin embargo, entre ellas también hubo diferencias: para la madre, Jackie era “la bella” y María la poco agraciada, la gorda de nariz grande como una herejía y cejas hiperpobladas. Ese rechazo fue un puñal en el autoestima de María, y la acompañaría el resto de su vida.
Como siempre, sólo una fuerte voluntad y un don artístico podían darle alas para remontarse de su pequeño infierno. Ella, y su madre, tenían bien en claro el potencial de su voz, por lo que cuando sus padres se separaron, voló con su madre hacia Atenas. De regreso a la tierra mitológica, tuvo que mentir su edad para poder entrar al Conservatorio Nacional: tenía menos de 16 años.
Debutó oficialmente en 1942, con la opereta “Boccaccio” (Franz von Suppé), un tipo de repertorio que pronto dejaría atrás para volcarse a partituras más pesadas: de hecho, interpretando “La Gioconda” en Verona conoció al magnate Giovanni Battista Meneghini, quien terminaría siendo su esposo en 1947.
De 1949 (ése fue el único año en el que cantó en el Teatro Colón) a 1959, María Callas fue la soprano más solicitada y cotizada del mundo.
II. La Diva
En la música, como en todas las artes, no hay absolutos, pero ella había venido para hacer crujir la escena: pronto pasó a ser conocida como “prima donna assoluta”, y tanto fue el delirio que causaba que llegó a ser apodada como “La Divina”. Era una diosa, nada menos.
Todos querían verla y llenaban los teatros noche tras noche, donde moría sucesivamente en la piel de las grandes heroínas de la ópera. Interpretó prácticamente a todas: Violetta, Gilda, Leonora (las dos de Verdi), Tosca, Norma, Mimí, Gioconda, Aída, Lucía, etcétera... Inusualmente, y por sus características vocales excepcionales, pudo intercalar en su agenda los papeles más difíciles y disímiles (esto contribuyó a su declive vocal, sin dudas), y pasó a la historia de la música por poner la piedra fundamental para la exhumación del “bel canto”, un repertorio que había quedado tapado por los años (cuando no contaminado estilísticamente) por desinterés, pero básicamente por dificultad.
Siempre, en efecto, iba armada de su capacidad inenarrable de persuadir en escena y de su voz infinita, cuya mejor definición viene de parte del musicólogo Kurt Pahlen: “Era una herida abierta, que sangra entregando sus fuerzas vitales”, escribió.
Pero aún faltaba algo: la inseguridad por su físico revivió con fuerza por esos primeros años de su carrera, porque la crítica reconocía que su voz transmitía como ninguna otra la rudeza y la fragilidad humana, pero que su figura era de “elefante”. Lloró muchas lágrimas amargas por estas palabras maliciosas de la prensa, y de ellas sacó la fuerza para adelgazar 36 kilos entre 1953 y 1954. Dicen que su modelo fue la misma Audrey Hepburn, que por esos días estrenaba “Vacaciones en Roma”.
El sueño de la niña gorda ahora era realidad. Fue musa de cineastas, diseñadores, músicos y actrices. Se convirtió así en un ícono de los ‘50, y todas las divas de la época la reconocieron como inspiración y modelo: Marilyn Monroe, Marlene Dietrich, Elizabeth Taylor y Grace Kelly incluso, que siendo ya princesa de Mónaco fue a llorar a su funeral, especialmente.
La definición de su voz viene de parte del musicólogo Kurt Pahlen: "Era una herida abierta, que sangra entregando sus fuerzas vitales", escribió.
III. El declive
En 1959 conoció al magnate naviero Aristóteles Onassis, quien llegó a ser el hombre más rico del mundo. Alguna fuerza atávica, ancestral, atrajo a estos dos griegos, pese al abismo de la edad y los intereses. Él, de hecho, se vanagloriaba de no entender nada de ópera: “A mí me suena como a un montón de cocineros italianos gritándose recetas de risotto”, decía.
Ella no dudó en separarse de su esposo e incluso en aplazar su carrera, que ya había empezado a declinar. Él, sin embargo, nunca quiso ir más allá, pese a que se había divorciado en 1960.
Sabemos que fue en su famoso yate “Christina” (bautizado en honor de su hija) donde la pasión creció. Pasó muchos días a bordo, recorriendo las aguas desde la Costa Azul a las islas del Egeo. Allí escribió algunas de sus cartas más reveladoras, como ésta:
“He tenido un año duro. La operación... No tengo más sinusitis, pero me ha dejado tantos complejos y tantas dudas que quizás tú puedas entenderme. Tengo que trabajar tanto para reponerme, incluso moralmente... (...) ¡Cómo quisiera tener tu temperamento! Yo nací demasiado sensible: tan fiera, pero también tan frágil...”, le escribía a su maestra, Elvira de Hidalgo.
En el libro “Fuego griego”, Nicholas Gage reveló lo impensado: que ella y Onassis llegaron a tener un hijo en secreto, que nació el 30 de marzo de 1960 y sobrevivió dos horas prematuras. Dos horas que alcanzaron para destruir una vez más el cuerpo y el corazón de la diva, que afrontó esa dura experiencia sola en Milán.
Pese a eso, siguieron juntos. El fin vino como una estocada de gracia hacia la amante, el 20 de octubre de 1968, cuando Onassis se casó con Jackie Kennedy. El mundo de Callas terminó de desmoronarse.
Se dice que tuvo un intento de suicidio, pero lo cierto es que quedó prisionera en su piso de París, donde vivió el resto de sus años casi entre sombras. Pocas veces se la volvió a ver (cantó por última vez el 11 de noviembre de 1974 en Sapporo), y se recluyó en el hombro de su empleada Bruna, sus caniches, cartas y películas viejas. La muerte le llegó a los 53 años. Tan rápida, tan mítica.
IV. "Vissi d'arte"
Como Tosca, ella también “vivió del arte, vivió del amor”. Hay pocos personajes de los que se haya escrito tanto desde su muerte. En su caso, además de sus biógrafos también publicaron su madre, su hermana, su mejor amiga y su ex-marido. Todos los años se reeditan biografías, se remasterizan sus grabaciones y se hacen documentales e incluso películas. Franco Zeffirelli dirigió su biopic “Callas Forever”, protagonizada por Fanny Ardant, en 2002.
Y para conocerla, estas grabaciones son fundamentales: la “Tosca” (Puccini) en estudio, con Giuseppe di Stefano, Tito Gobbi y dirigida por Víctor de Sabata (EMI, 1953); su “Norma” en estudio con Ebe Stignani, Mario Filippeschi y dirigida por Tullio Serafín (EMI, 1954).
En vivo son fundamentales, al menos, tres registros: la segunda “Aída” en México, donde al final del segundo acto sorprende a todos con un Mi bemol agudo no escrito (¡para delirio del público!); “La Traviata” en Lisboa con un joven Alfredo Kraus; y la “Medea” de 1953, dirigida por Leonard Bernstein. Éste fue uno de sus papeles más célebres, e incluso Pier Paolo Pasolini hizo una versión fílmica, en la que dirigió a ella misma, en 1969.