Generalmente cuando uno va a hacer una entrevista consulta primero con el protagonista, le cuenta su propósito y acuerda una hora y un lugar de encuentro. Esta vez fue diferente porque más allá de la nota en sí, el objetivo fue sorprender a la entrevistada: Margarita Baldivia (60), celadora de la escuela Guillermo Cano desde hace más de 30 años, quien nació y vivió toda su vida allí mismo, en el lugar donde trabaja.
De todas formas cuando esta cronista y el fotógrafo llegaron a la institución y preguntaron por la vicedirectora, a Margarita le comenzó a palpitar el corazón: aparentemente algo esperaba. Pero cuando le llegó la confirmación de que estábamos allí para contar su historia no pudo evitar emocionarse hasta las lágrimas.
“Vos me vendás los ojos y yo igual te puedo decir dónde están las llaves y dónde está todo”, asegura la mujer que llegó a la Cano en la panza de su madre Emilia. “Mi mamá era celadora en la escuela Martínez de Rozas, donde tenía una habitación muy precaria y para que le dieran una casa más cómoda se cambió a esta escuela el 5 de octubre de 1953. Yo nací el 22”, relata con gran precisión.
Hoy vive en esa misma casa dentro de la escuela junto a su esposo Pedro Pérez y sus hijos José (27) y Jorge (22), pero en pocos meses deberá abandonarla porque al haber cumplido los 60 años le toca jubilarse y que alguien más ocupe su lugar.
Su vida: la escuela
Margarita recuerda haber cursado la primaria en la institución y también haber tenido su primer trabajo allí remplazando a una celadora en 1974. Pero fue recién en 1981 cuando comenzó a ocupar el cargo en forma definitiva. “Ese año me nombraron titular pero en la Escuela Manuel Estrada y para que yo pudiera quedarme con la casa, mi mamá, a la que le quedaba un año para jubilarse, me permutó el puesto”, rememora.
Tiempo después, el gran terremoto de 1985 la llevó a conocer a su marido. “A él lo asignaron para reparar la escuela porque trabajaba en la Dirección de Construcciones. A los nueve meses nos casamos”, contó risueña. Pero ésa no fue la única coincidencia entre la escuela y su matrimonio ya que, a los 12 años, la repartición en la que trabajaba Pedro cerró. Entonces él pidió el pase como celador y, tras varios trámites, lo asignaron a la Cano. “Lo único que nos pidieron fue que trabajáramos en distintos turnos. Él quedó a la mañana y yo a la tarde”, narra ella.
Juntos se fueron organizando para trabajar y criar a sus dos hijos. “Cuando tuve a mi primer bebé no tenía a nadie que me lo cuidara, así que la directora de ese momento me regaló un cochecito y durante cinco años con una mano limpiaba y con la otra lo mecía”, recuerda Margarita, quien destaca también la ayuda que le prestaron sus compañeras. Con su hijo menor vivió una situación similar y luego los dos niños cursaron allí la primaria. “El segundo fue escolta de la bandera provincial”, recalca la orgullosa mamá.
Del lampazo al timbre
Durante 30 años Margarita fue una de las encargadas de que el patio de la escuela Cano estuviera impecable para que los más de 700 chicos que allí asisten pudieran disfrutar de su recreo en un ambiente limpio. “Éramos dos celadoras por turno y, además del patio, nos tocaban las veredas y los baños. Todo tenía que estar listo antes de las 8 cuando los chicos llegaban”, cuenta, y rememora que trabajaba como una “polvorita” y que incluso con sus colegas jugaban carreras con lampazos.
Pero en 2010, luego de haber tenido un accidente en el que se quebró el fémur, le dieron el cambio de función. “Ahora me encargo de abrir la puerta de la escuela, tocar el timbre y anotar la salida de los chicos”, detalla.
Por muchos años, cuando terminaba su labor, tenía que llegar a su casa a ordenar y cocinar, pero como ahora su marido está jubilado, él prepara la comida y la espera con la mesa puesta. “Me espera muy puntual así comemos los cuatro en familia”, destaca. Cuando los chicos se retiran toda la escuea se convierte en el patio de su casa. “Es increíble el silencio que se siente”, remarca mientras comenta que aprovecha esos momentos para salir al patio, tomar sol y tejer.
Su segunda familia
Mientras Margarita posa para la foto de esta nota, un grupo de alumnas se acerca para entregarle un cartel que dice “Felices Vacaciones”, demostrando el cariño que despierta la celadora en los niños. “Imaginate que he visto pasar estudiantes que después se hicieron maestros y trajeron a sus hijos”, subrayó. Ella misma siente tanto el apoyo de directivos, docentes, padres y alumnos que los considera como su segunda familia. “¡Cómo voy a extrañar cuando me toque irme..!”, dice con lágrimas en los ojos.
Una dificultad que deberá afrontar es que, al haber vivido toda su vida en la casa que le dio la escuela, cuando se jubile no tendrá adónde ir. “Me dan tres meses desde que me salgan los papeles y tengo que dejar la casita. Lo único que pido es una pequeña ayudita para tener algún lugar adónde ir o para alquilar”, dice Margarita, quien desearía quedarse en la escuela donde vino a la vida y donde trabajó toda su vida, como cuidadora. “Que sea lo que Dios quiera”, cierra esperanzada.
Donde estudió Quino
Además de ser el hogar de la celadora Margarita Baldivia, la escuela Guillermo Cano de Guaymallén es conocida por haber albergado en sus aulas al reconocidísimo historietista Joaquín Lavado, “Quino”. Ella misma tuvo la posibilidad de conocerlo en persona cuando en el ‘90 se hizo presente en el aniversario del establecimiento.
“Tengo una foto con él y con mi hijo que tenía cuatro años. La verdad que fue un orgullo”, recordó Margarita. Además, a la celadora le tocó custodiar por varios meses una escultura de Mafalda hecha con botellas de plástico. “Era una obra muy linda y me costaba bastante porque medía más que yo”, contó entre risas.