Apenas seis personas fueron a su velorio en Cuernavaca, la ciudad que había elegido para resguardarse de la censura, los ataques, las críticas maliciosas. Allí, en la casa de la calle Orquídeas que los albañiles reformaban a su gusto, convivía con su entrañable máquina de escribir Lettera, su reciente computadora IBM y su videoteca de cuatro mil películas.
Dicen que veía tres por día, como para saciar esa pasión cinematográfica que lo signó desde los cuatro años, cuando desde el cuarto del proyectorista vio “La novia de Franskestein” en ese cine de pueblo al que lo llevaba la madre.
Ella, Male, la que inspiró a la Nené de "Boquitas pintadas" era una de las seis que velaban a Manuel en la remota tierra azteca. A los 57 años, su hijo había abandonado el cigarrillo y hacía caminatas regulares.
Cuando lo internaron en el hospital cuernavacense, se sospechó peritonitis pero fue sometido de urgencia a una operación de vesícula. En la madrugada del 22 de julio empezó a tener problemas respiratorios y finalmente murió de un infarto.
Junto a su madre estuvieron los amigos Javier Labrada y Agustín García Gil. Y la escritora Tununa Mercado, que le dedicó esto: “Esa manera de estar con la Realidad, robándole los argumentos; esa devoción por el diálogo retratado o, mejor dicho, en su caso, por la película del diálogo, por su alto grado de representatividad, llegó a ser un delirio, llegó a ser casi una obstinación barroca”.
Le hubiera hecho gracia, tal vez, el desdén protocolar del embajador, que declaró no saber de la muerte de ningún argentino llamado Manuel Puig.
Pero es posible que estuviera acostumbrado a peores ignorancias: la censura en General Villegas de "Boquitas pintadas", instigada por la Acción Católica; la amenaza de la Triple A (que determinó su salida del país en 1973) y la prohibición de su obra "The Buenos Aires affaire", la resistencia de las grandes editoriales europeas para publicar "El beso de la mujer araña". Gallimard, que hasta entonces había publicado todas sus novelas, la rechazó con el justificativo de que "la imagen del revolucionario ablandado por el homosexual afeminado iba en contra de los ideales leninistas".
Es la historia de Valentín Arregui Paz, ideólogo y aspirante a revolucionario, quien se halla encerrado en la celda de una prisión argentina durante el tercer gobierno de Perón con Luis Molina, decorador de vidrieras, homosexual y aspirante a femme fatale. Entre ellos entablan un curioso diálogo que gira en torno a dos mundos: Hollywood y la Revolución.
Menos mal que en 1983 “El beso...” fue adaptada al cine, dirigida por Héctor Babenco, con guión de Leonard Schrader. Actuaron Raúl Julia, Sonia Braga y William Hurt, quien ganó un Oscar por su actuación y se convirtió en un símbolo para el público gay.
Luego se versionó en comedia musical, éxito en Broadway (ganó siete premios Tony); en ópera, con música del alemán Hans Werner Henze y en obra de teatro, escrita por el propio autor.
Pero ya en sus últimos años, Puig había decidido no regresar a Argentina. A fines de los ‘80s, los medios le habían cerrado las puertas y la crítica negativa era usada con saña contra toda su producción.
¿Qué había hecho Puig, pues? ¿Cuál era el gran escándalo que destapaba en sus obras? Manuel practicó un tipo bastardo de literatura experimental que sirve para desmontar toda una serie de nociones perfectamente tradicionales de la sociedad burguesa y su narrativa.
“En las novelas, Puig encuentra otros discursos sociales. Aparece allí un montaje (en términos cinematográficos) de desechos: titulares de diarios, conversaciones telefónicas desgrabadas o tomadas de su versión taquigráfica, reportaje imaginario (...), informe de autopsia, extractos de manual de medicina forense y divulgación científica sobre comunicación satelital. Otros los trae la corriente de la misma literatura: biografía (...) parodia de la novela objetivista francesa; fluir de la conciencia”, escribe Roxana Páez.
El trabajo de diseño con los géneros masivos, el juego con los estereotipos, la reproducción de discursos prefabricados y tópicos psicoanalíticos hacen de su novelística una suerte de espejo monstruoso donde las taras sociales se evidencian por efecto del montaje y el collage.
Y tanto las dos ancianas que chusmean en el balcón carioca de “Cae la noche tropical”, como los rumores de “Boquitas pintadas” o las charlas de los dos presos (uno por militante y el otro por homosexual) que conviven en la misma celda de “El beso de la mujer araña”, destejen escena por escena un hilo de ternura y extrañeza insuperable: un juego crítico, onírico e irónico.
“Cuando a la gente que quiere ser mejor se le proponen modelos torpes y valores ilegítimos, el ridículo, la parodia, instalan su reino. Cuando el ideal es ser fino y el molde es la cursilería, se acaba doblando el dedo meñique para tomar la taza. Pero esto no me causa gracia. No escribí ‘Boquitas...’ como una parodia, sino como la historia de gentes de la pequeña burguesía que, como primera generación de argentinos, debía inventarse un estilo”, detalló en “Renace el folletín”.