La vida del mendocino Manuel A. Sáez fue breve, trágica y misteriosa. Comenzando por el hecho de que su verdadero nombre era Manuel Antonio de los Santos Saes, como figura en el acta de bautismo que fija su nacimiento el 1 de noviembre de 1834 en nuestra ciudad capital. Su padres se casaron un año antes y el pequeño Manuel tenía semanas cuando falleció Gregoria Pizarro, su madre; que sepultada en el Convento de San Francisco. La tragedia no finalizó allí, con sólo diez años perdió también a su padre.
Por entonces se hallaba internado en un colegio británico de Chile por lo que su formación estuvo a cargo de extraños. Heredó una gran fortuna y siendo un adolescente viajó hacia Alemania, donde estudió abogacía y aprendió idiomas. Su inteligencia despertó el interés del rey Federico Guillermo IV de Prusia, quién llegó a felicitarlo. Un espíritu aventurero lo llevó a conocer tierras lejanas, tan disímiles entre sí como Egipto y Estados Unidos.
Cansado de vagar sin rumbo decidió regresar a Sudamérica y sentar cabeza. Hacia enero de 1856 contrajo nupcias en Chile con una mendocina llamada Luisa Torres. Tuvieron dos pequeños, entre ellos a Julia que nació en Mendoza y fue bautizada en noviembre de 1858. La pareja entró en crisis y Manuel obtuvo la nulidad del matrimonio de manos del obispo cuyano. Esto generó enorme repudio social, obligándolo a abandonar nuestra provincia por unos meses. Luisa falleció de tuberculosis poco después, tenía sólo 26 años y en su acta de defunción figura como esposa de Sáez. Para entonces su marido tenía una nueva pareja -Clotilde Ojeda- y varios hijos nuevos a los que reconoció bajo el mote de "naturales".
Corría el año 1884 y, en plena presidencia de Julio Argentino Roca, el talento de Manuel A. Sáez logró reconocimiento nacional. Convocado por Bernardo de Irigoyen se instaló en Buenos Aires para hacerse cargo de una jefatura, dentro del Ministerio del Interior. Pero lamentablemente la tragedia tocó otra vez a su puerta. El 25 de setiembre de 1885 Los Andes comunicó:
"Una desgracia irreparable acaba de herir al notable abogado (...) había llegado de Buenos Aires con el objeto de pasar una temporada al abrigo del hogar y cerca de sus hijos, que hacía algún tiempo no veía (...) Llegada la hora de comer, toda la familia como de costumbre, se sentó a la mesa y no hubo incidente (...) Antes de terminada la comida el joven Sáez [Fernando] se levantó de la mesa y se fue a su cuarto, notándose que lloraba, pero no se dio mucha importancia (...). Se le dejó tranquilo en su habitación, en la creencia que pasarla bien pronto esa tristeza que de él se había apoderado, propia de las almas jóvenes cuando empieza la época de ilusiones.
Pero no fue así, haría una hora que se había encerrado en la habitación, cuando se sintió una detonación que puso en alarma a la familia.
Todos corrieron a averiguar la causa de aquel ruido y se encontraron al abrir la puerta con el triste cuadro que presentaba el joven Sáez bañado en su propia sangre y con el arma fatal a su lado.
La muerte debió ser instantánea porque recibió un balazo de Remington en la cabeza que se la destrozó completamente. No ha dejado nada escrito ni se conocen las causas que hayan influido en el ánimo del joven para darse la muerte con sus propias manos a una edad en la que recién comenzaba a vivir".
Dos años más tarde este mismo periódico comunicó la muerte de Manuel A. Sáez, vencido por la tuberculosis y posiblemente por la tristeza.