“No me querían acá cuando me eligieron. Me dijeron que fuera a Europa a crecer y no se equivocaron”. Así de simple lo explica y parece una locura. Pero es tan real que causa asombro para quien desconoce la historia del mejor deportista argentino de todos los tiempos. Casi 37 años y una historia que parece escrita por Ursula Le Guin, John Ronald Reuel Tolkien o Ken Follet. No por la épica, sino porque encanta por su genero fantástico. Aunque todo es genuino.
Emanuel Ginóbili está por cuarta vez en el Olimpo del básquetbol, donde casi nadie imaginaba que podía llegar y mucho menos por cuarta vez. Y él, no sabe de fronteras, porque no se asume como diferente, ni siquiera distinto, se siente un privilegiado, que disfruta de su familia, pero fundamentalmente de jugar en San Antonio Spurs.
Son 12 años en el más alto nivel. Se sostiene sin dobleces. Algunos pensaban que era el final; él, junto con los Spurs, lo volvieron a hacer, dejando una huella imborrable. Y el destino parece haberle reservado un espacio especial, porque en el día que se cumplió 11 años de su primer título, volvió a darse una alegría que no creía que podía suceder. Y fue tan especial esta maravillosa función de Manu, que decidió que todos lo acompañaran: Raquel y Jorge, sus papás, Sebastián y Leandro, sus hermanos.
“Es loco todo lo que me pasó, pero le preguntás a Tony (Parker) y es loco para él también, que nació en Bélgica y se fue a Francia a los 2 años, o a Tim, que quería nadar en un Juego Olímpico. Le preguntás a Messi, que debía estar por las calles de Rosario, y no sabía que iba a ser el mejor del mundo”.
Su historia en la elite. En 1999 los Spurs lo seleccionaron en el puesto 57 del draft, pero recién en 2002, después de tres años en Kinder Bologna (campeón italiano y europeo), comenzó a marcar su camino en la liga más poderosa del mundo. El su primer año promedió 20,7’ y 7,6 puntos; en playoffs aumentó su prestación para el equipo (9,4 tantos). Ya era importante para Popovich y para su equipo, que salió campeón. En el segundo año fue clave. Más allá de los números, fue titular, superó la adaptación y adquirió condiciones del jugador yanqui.
En la temporada 2004-05, el campeón olímpico con Argentina (Atenas ‘04), llegó a su pico máximo en los números; en playoffs alcanzó 20,8 puntos por partido y por un voto no se quedó con el MVP de la final ante Detroit Pistons. Ese año, en un partido ante Phoenix metió 48 puntos. Ya era superestrella. Fue invitado al All Star por primera vez, y volvería a la gran fiesta en 2011.
El tercer anillo llegó en 2007. Se dio el gusto de ganar el título con su Oberto. En su rol de jugador suplente asumió que su equipo sostenía intensidad durante el juego completo gracias a su aporte desde lo que se le llama ‘la segunda unidad’. En 2008 se quedó con el trofeo al mejor sexto hombre. Y hasta integró el tercer mejor quinteto de la liga siendo suplente (2008 y 2011).
Tal vez su peor temporada fue la 2012-13. No tuvo su mejor nivel y pensó en el retiro. La caída ante Miami en siete juegos en la final fuer el cierre más doloroso. Pero no se dejó doblegar. Su utilidad al equipo es lo que lo motiva. Todos lo señalan con admiración y dicen: “Va camino al Salón de la Fama”, una distinción exclusiva impensada para un argentino 10 años atrás.
“Además de mi familia, tuve dos maestros en mi carrera. Uno fue Ettore Messina y el otro Pop, al llegar acá. En Italia me transformé en un jugador de equipo, ganador. Me sentí determinante y mi cabeza cambió. Pasé de ser el chico talentoso que hacía cosas bonitas y muchos puntos, a ser un buen jugador. Di un salto de calidad. La tranquilidad de jugar en un equipo como este con compañeros como los que tengo, me ayudaron para elevar mi nivel. Además, Popovich no sólo dentro del campo sino fuera de él fue importante. Más allá de mi padre (Jorge) que fue el que me llevó a una cancha la primera vez, creo que ellos dos fueron las influencias más grandes”.
Cada gesto es una señal, cada grito emana pasión, cada logro genera emociones y cada palabra permite conocer su grandeza: “No me importa el legado o lo que digan de mí. En 20 años se olvidaron todos. Me importa mañana. Volver a ganar y sentir lo que sentí cada vez que lo logré acá o con la Selección. Después, cuando tenga 50, sentado en un sillón, gordo, mirando algún partido de jóvenes o de mis hijos, pensaré en el legado”. Solamente reverencias ante su majestad: Manu Ginóbili.
Antes de MG: unos pocos latinos
Antes de Ginóbili, el panameño Rolando Blackman brilló en los tablados enebeístas y fue el primer latino en ser seleccionado a un Juego de Estrellas (1985), en los que tuvo cuatro apariciones (1985-87, 1990), marca que ningún otro jugador pudo batir. Blackman, de padre panameño, creció en el Brooklyn neoyorquino, y tras ser elegido en la primera ronda del draft de 1981 por Dallas, llevó a su equipo a seis postemporadas.
El boricua Alfred Lee fue el primer latino en firmar con un equipo de la NBA, en 1978 con los Atlanta Hawks, y también el primero en ganar un anillo de campeón, en 1980 con Los Angeles Lakers. Hasta principio de los 2000, eran contados los jugadores latinos en la NBA, y muchos sólo tuvieron cortas temporadas, como José ‘Piculín’ Ortiz (1988-1990) y el dominicano ‘Tito’ Horford (1988-1993), padre del centro Al Horford.
Después de MG: la éne-bé-a
Ginóbili abrió las puertas no sólo a la llamada generación dorada del baloncesto argentino, sino a la mejor camada de jugadores latinoamericanos de la historia. Por su brillantez llegaron Nocioni, Oberto, Scola, Delfino, Herrmann, Prigioni, Pepe Sánchez y Wolkowyski.
La lista siguió con otros latinos: Barbosa, Nené, Varejao y Splitter (Brasil); los dominicanos Al Horford, Villanueva y García; los puertorrriqueños Barea y Arroyo; los mexicanos Nájera y Ayón y los venezolanos Torres y Vázquez. Y gracias al empuje de todos ellos, se creó la éne-bé-a, la página en español de la NBA, que refleja todo el accionar de esas figuras, y a las “Noches Latinas” que se celebran cada temporada, como tributo a la fanaticada del otro lado de nuestro continente. / Fuente: La Nación.