A los nueve o diez años vi una foto de la Estatua de la Libertad y le dije a mi papá que quería ir.
Él prometió llevarme algún día. En octubre de 2011, casi dos décadas más tarde, y cuando se cumplió una semana de haber rendido mi tesis de Licenciatura, compró dos tickets con destino a Nueva York.
La primera visita a la Gran Manzana fue un rosario de exclamaciones desde que adivinamos por la ventanilla del avión dibujarse en la bruma del amanecer la silueta de Manhattan.
Lejos de luchar contra los clichés neoyorkinos, nos entregamos como turistas de manual a la ciudad que nos había hecho suspirar cada vez que la vimos a través de alguna pantalla y eso aumentó el efecto hechizo de todas y cada una de las primeras veces.
La primera vez entre los neones multicolores de Times Square, con las nucas quebradas hacia atrás tratando de verlo todo: la caminata desde Brooklyn hasta el caos del World Trade Center, cruzando el puente de las películas con temperaturas que coqueteaban con el cero.
La primera nevada de la temporada se adelantó para recibirnos, y sus copos grandotes y silenciosos que vimos caer desde una cafetería con huevos revueltos y bagels.
Los diálogos en un inglés bastante cuestionable con los personajes locales y el reproche por los estudios de la lengua sajona, de los cuales no lográbamos hacer alarde.
La belleza atemporal de la Grand Central Terminal. La elegancia única de la Quinta Avenida. La imponencia de la Catedral de San Patricio (y los favores que pedimos en silencio).
La primera porción de pizza finita y chorreante en un puesto callejero. La primera puteada de un taxista con turbante (y pinta de villano de Aladino) porque no sabíamos que a la tarifa había que sumarle propina.
El desconcierto de subirse a un ascensor en un edificio de muchísimos pisos y no saber dónde iríamos a parar. El poder de la multiplicidad étnica y cultural. El bullicio de Chinatown.
Los sombreros que nos probamos en el Hard Rock. El primer café americano en un coffee shop con mesa comunitaria, que adoptamos para desayunar todos los días, mientras observamos con cierta desconfianza las combinaciones de nuestros vecinos en la primera comida del día (¿sopa de pepino, chocolate caliente y hamburguesa?).
La sorpresa de que todo funcione. La primera foto posada con los empleados de las tiendas y los mozos disfrazados de monstruos para Halloween. El encanto de Little Italy.
El silencio ensordecedor del 9/11 Memorial (11 de setiembre), que nos enmudeció con la simpleza y sobriedad con la que homenajean su dolor, todavía en carne viva.
La esperanza de la Freedom Tower, que comenzaba a alzarse espejada y brillante como símbolo supervivencia y fortaleza. El primer bocado de un cheesecake.
El otoño en el Central Park -limpio, limpísimo, verde y dorado, silencioso y enorme-, en una bicicleta con carrito conducida por un jovencito que indicaba qué escena memorable del cine se filmó en cada lugar, dónde vivían los Kennedy, Woody Allen, Sean Connery, el departamento donde murió Marilyn y el piso millonario de Steve Jobs.
A mi coequiper, sin embargo, lo único que le importaba era cruzarse con Robert De Niro (llevaba memorizada una dirección en Central Park West, aunque me cansé de repetirle que siempre andaba por Tribeca). En cualquier caso, no logramos ver a Robert pero nos cruzamos con Allan Rickman.
“Tenés que patinar en el Rockefeller Center, y cada vez que veas una película vas a decir yo estuve ahí”, dijo, y me saludó en cada vuelta que di por la pista de hielo, como cuando era chiquita y me llevaba a la calesita.
Creo que ya nadie tolera un “yo estuve ahí” más, de los tantos que he gritado desde entonces. En el Fountain Pen Hospital compramos una Mont Blanc vintage de la década del ’60, que papá guarda como uno de los tesoros del viaje.
El mío es una bola de vidrio de ésas que se dan vuelta y cae nieve, pero que es cajita de música y toca New York, New York. Y perdí la cuenta de la cantidad de chucherías que coleccionamos donde se leía “I Love NY”.
Cuando digo que no esquivamos los clichés, es en el sentido más amplio de la idea.
Nueva York fue un viaje sin fisuras, que recuerdo como una sucesión de días felices.
Caminatas interminables que no lograron acobardarnos, vistas imponentes y escenarios cinematográficos, pero el recuerdo más nítido es el vernos a nosotros frente a todo eso y la sensación infinita de sorpresa.
Tuve la suerte de abordar el destino de los sueños de mi infancia con mi papá, que no se agranda cuando es necesario volver a ser chico, a mirar como un chico y a entregarse a un lugar como un chico.
En eso, estoy segura de que me le parezco bastante. Hubo bufidos cuando me demoré demasiado tiempo en Forever 21, pero vi en su cara espejada mi alegría cuando apareció por primera vez desde Battery Park, allá lejos la Estatua de la Libertad.
Todo eso y la fuerza de una suerte de pacto íntimo que arrastramos muchos años y logramos cumplir, convirtió a este lugar (que es adictivo y maravilloso para todo el mundo), en un tesoro singular de mi memoria, la ciudad de mis amores y mi viaje más feliz.