La mancha

La mancha

Vuelve después de largo tiempo de ausencia a casa de su madre. Lo hace como si nada, como siempre que ha estado en problemas; llega con las orejas bajas y saluda a su madre, ya muy anciana.

Es miembro de una banda, acaban de asaltar un supermercado y en la huida cruzaron disparos con un policía que, antes de caer muerto, hirió a uno de sus compañeros.

El plan no salió como debía. Se separaron. La policía lo persigue y su casa, con sus hijos, no es un lugar seguro para él, que tiene un  bolso con dinero y un par de armas.

Está desesperado. Ni bien entra a la casa, le grita a su madre de pasada, esquivándola para que no vea el bolso y así evitar explicaciones.

- Vieja, ¿con qué sale una mancha de sangre en el saco?

La madre no escucha bien desde hace tiempo. Hoy escuchó a medias, ayudada por el silencio típico de los días lunes a la mañana en el barrio; le llegaron telegráficamente las palabras y erróneamente las relacionó: mancha con saco, igual: bencina. Y contestó

- Con bencina. No grites...

El hijo corre hacia el fondo de la casa, a la lavandería donde siempre ha estado la botella con bencina. Al pasar junto a la ventana del comedor, se detiene. Una escena de la niñez le viene a la mente: su madre, limpiando el traje de su padre sobre la mesa, con pulcritud de falsificador. Él está frente a su padre, con tres años, lanzándole golpes.

-“¡Ojo, no sea cosa que salga boxeador! ¡Mirá cómo esquiva, vieja! Éste va a salir bueno”, dice el padre.

Sonríe al recordar “si sabrá esquivarle al bulto”, mientras hace girar en su dedo el anillo de su padre, el mismo que le pidió a su madre, “de recuerdo del viejo”, haciéndose el compungido, después de ni aparecer por el hospital en su agonía y que fuera su llanto el más aparatoso del velorio. No merecía eso el hombre que lo crió con rectitud y al que defraudó con su profesión.

Llegando al  fondo de la casa, tiene otro recuerdo al pararse entre las plantas, bajo el cielo. Raro, nunca ha recordado cosas de la niñez. Sin embargo ve su imagen nítida, se ve ahora, más pequeño, con dos años, en el mismo lugar pero sentado en un balde boca abajo, tratando de atarse unas botitas de gamuza. Su padre termina de pelar a pellizcones una gallina colgada de una pata, enrolla una hoja de diario y la enciende en el calefón a leña. Él mira cómo el fuego quema los restos de las plumas, escucha la voz de su padre.

-¿Ves qué fácil? ¡Éste va a salir bueno vieja, vas a ver!

Su madre le sonríe, mientras lava en la pileta, cubriéndose del humo, con el hombro.

El cielo del fondo es el mismo de antes, lo mira nostálgico. Para la puerta gris del baño y la pileta de piedra de la lavandería, entre el calefón y la estantería repleta de cosas, el tiempo pasó de largo. Sacude la cabeza espantando recuerdos y el anillo de su padre, que siempre le quedó grande, le brilla en el dedo anular, mientras lo hace girar con el pulgar de la misma mano, un tic que se le asentó, desde que comenzó a usarlo.

Se saca el saco y lo coloca dentro de la pileta. No entiende qué le pasa, acaba de robar un supermercado, lo están buscando y, justo ahora, se presentan esos recuerdos difíciles de espantar.

¿Pero... cómo llegué hasta este callejón sin salida? ¿Por qué no le hice caso al viejo y estudié? Se aguijonea él solo; se reprocha, acobardado, mientras mira los surtidores viejos de bronce.

De inmediato se sorprende.

“Aquí me bañaban”. La madre, muy joven, corre la cortina azul, con flores celestes, para protegerlo del aire y lo mete a la pileta.

“¡Puta madre, que era chiquito!”. Se ve en ese instante como de un año y sonríe asombrado por lo lejano del recuerdo, mientras baja la botella de bencina de la repisa llena de frascos y tarros de pintura seca.

Destapa la botella y arrima la nariz; no quiere perder ese instante de su niñez e inmediatamente cierra los ojos: el olor del jabón blanco, de pan, el ruido del agua y las manos de su madre, resbalosas, enjabonándolo, y luego el frío aplacado por el toallón, lo emocionan un instante. Abre los ojos, vuelve a la realidad, vuelca un chorro de bencina en la solapa ensangrentada y refriega mientras habla solo.

- El viejo no hacía más que laburar como un burro y nunca tuvo nada. ¿Cómo me iba a entender?

Necesita culpables, el cobarde.

La mancha se expande, venenosa, de la solapa a la pechera. La refriega con más fuerza, y más bencina vuelca, y más refriega, y los puños de la camisa, se tiñen, rosados. Se pone furioso.

- ¿Qué puta iba a decirme el viejo, si nunca llegó a ser nada? “Andá por la derecha Nene”. ¿La derecha? Por derecha no llegás nunca.

La madre lo escucha hablar solo como un loco y, desde la cocina siente el olor a bencina. Despacito, rengueando, va para el fondo a ayudarlo; como siempre; como si nada pasara entre ellos y no la tuviera abandonada.

- No vaya a ser que el Nene..., dice llegando a la lavandería.

La mancha es ya incontrolable y a punto está de abrir el surtidor del agua, cuando ve a su madre.

- ¿Qué querés acá?, le grita.

La madre, sumisa, cabizbaja, vuelve a la cocina.

- Vigilando. Igual que el viejo. Te falta el sermón, protesta, mientras estira el saco con rabia y lo refriega contra la piedra.

“El viejo y sus sermones...”, alcanza a decir cuando el anillo provoca una chispa al rozar la piedra y empapado en bencina se enciende como una antorcha, volteando la botella.

Su madre desde la cocina, siente un grito y ruido a latas. Abre la ventana y lo ve atravesar el patio, en llamas, y entrar al baño a los tumbos.

De ahí ya no sale; se enreda con la cortina del baño y, de a poco, en un rincón, se va encogiendo su cuerpo, entre las llamas, hasta quedar inmóvil.

Cuando llega la madre como dormido lo ve, como recién nacido.

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