Últimos días de octubre de 1978. Mi vieja lloraba con un telegrama estrujado entre sus manos. Decía algo así: "Soldado clase 55 PVS presentarse GAM 8 Uspallata 2 de diciembre 78 con efectos personales, movilización Conflicto Beagle...".
Yo lo sospechaba. Había hecho la colimba dos años antes. Tenía "entrenamiento" militar: me destacaba haciendo lagartijas y cepillando las mulas del cuartel, esas que tiraban de los obuses. Era apto para el combate, como todos los pibes de 18 a 25. Carne de cañón.
Se veía venir. Desde comienzos de ese año, el gobierno militar obligaba a los medios a cargar las tintas contra los chilenos, advirtiendo que primero se quedarían con las islas del Sur y después con toda la Patagonia. Un belicismo demencial, una cortina de humo que lanzaban los dictadores argentinos para tapar sus propias miserias.
Nunca olvidaré la bravuconada del general Luciano Benjamín Menéndez, por entonces jefe del Tercer Cuerpo de Ejército: "En seis horas estamos en Santiago tomando champaña en La Moneda y después vamos a orinar a Valparaíso”.
Del otro lado, Pinochet practicaba el mismo truco perverso.
Mis compañeros de la Facultad me despidieron como a un héroe, aunque nadie se la creía. Me hicieron una fiesta, brindaron por el amigo que marchaba a la guerra. Mi novia y los poetas del grupo me dieron cartas de adiós, por si las moscas.
Yo, como tantos de mi edad en Mendoza, tenía la mejor onda con los trasandinos. Cruzábamos la cordillera a cada rato. Viña del Mar y Valparaíso siempre fueron hospitalarios, no es de ahora. También ellos se instalaban acá, en esa época más como refugiados que como turistas.
La idea empezaba a germinar: no dispararíamos contra los pibes chilenos. Mejor sería desertar, esa palabra tan temida.
El día de la partida llegó. Ahí estaba yo en la vieja estación del ferrocarril Belgrano, donde ahora está el Le Parc, asomado por una ventanilla del tren, con mi casco tipo pelela y una ametralladora pesada Madsen modelo 1922, que con cargadores y trípode pesaba 33 kilos y me doblaba.
En el andén, entre el llanto y el aliento, los familiares agitaban pañuelos, trataban de meter valor. Fueron dos días hasta Bahía Blanca y otro tanto hasta Bariloche. Y marcha forzada hasta el campamento en la frontera del paso Puyehue, junto al lago Espejo, en medio del bosque.
En todo el camino, en cada pueblo, se repetía la escena: pañuelos al viento, bombos, cantos ensoberbecidos... Todavía no sé si la gente nos pedía ganar batallas o aceptar un destino que podía ser tan trágico como ridículo.
En la soledad de las carpas, algunos se desesperaron.
Recuerdo el caso del "Meteoro", un puestero de Malargüe nacido y criado entre las cabras. No tenía la menor idea de lo que pasaba. Sólo quería sacarse las botas y volver con su familia.
Un día desapareció. Dicen que demoró 20 días caminando al norte, hasta su rancho. Lo fueron a buscar y lo trajeron de vuelta en un Unimog. Le pusieron un "suncho" al lado para que no se le ocurriera intentarlo de nuevo.
Y la zarpada del "Loco Cruz", que le metió un tiro al ovejero alemán del general Menéndez, una vez que fue a inspeccionarnos. El perro nos mordía las pantorrillas en las formaciones, y el "Loco" usó el Mauser 1909 para vengarse. Fue durante una guardia nocturna. Él dijo que escuchó ruidos y disparó al bulto. Creo que ni lo castigaron.
Mientras talábamos árboles centenarios para que pasaran los tanques y cavábamos trincheras, la idea fue tomando cuerpo en muchos de nosotros: al primer tiro, nos perderíamos en lo profundo del bosque. No íbamos a pelear contra hermanos.
Teníamos elegidos los senderos. Sería fácil esconderse de tanta locura en ese laberinto oscuro y húmedo. Tal vez la mayoría nos seguiría y terminarían matándose entre los generales.
Al final, luego de tres meses de angustia, Juan Pablo II nos sacó de la encrucijada. "Desertar" siguió siendo sólo una palabra maldita.