Maestro de la parodia eterna

Fue el gran conversador, el primer metafísico de Buenos Aires, el vanguardista que pagó el precio de la incomprensión y tejió una obra silenciosa en la oscuridad de las pensiones. Una obra ante la que Borges sintió escalofríos. En la fecha de su nacimient

Maestro de la parodia eterna
Maestro de la parodia eterna

Macedonio nació, como Lugones, en junio de 1874. Pero en lugar de ser un prócer modernista fue un irreverente, un genial conversador y el que creó (con ingredientes irónicos) una obra demasiado adelantada a su tiempo.

Digamos, en principio, que Macedonio nació varias veces. Es él quien precisa el desconcierto. “El Universo o Realidad y yo nacimos en 1º de junio de 1874, y es sencillo añadir que ambos nacimientos ocurrieron cerca de aquí y en una ciudad de Buenos Aires”. O dice: “Nací tempranamente: en una sola orilla (aún no me he secado del todo) del Plata. Me encontraba en Buenos Aires, a la sazón; era en 1875: fue el año de la revolución del ’74, como después tuvimos un año de la revolución del ’90”. O bien: “Nací el 1º de octubre de 1875 y desde este desarreglo empezó para mí un continuo vivir”.

Borges, su discípulo y “plagiario”,  le llamaba el “semidiós acriollado”. Siempre sentado en el umbral, Macedonio inspiró en el joven Georgie la proximidad de una obra maestra. Y, entre generoso y sarcástico, dijo: “comencé a ser citado por Jorge Luis Borges con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esa demencia, comencé a ser el autor yo de lo mejor que él había producido”.

Ese vanguardista que dormía vestido y escribía en libretas raídas su gran obra silenciosa dentro de las pensiones, apostó, más que a la bohemia, a ser un autor del futuro.

La otra cosa que le inquieta, claro, es la muerte. No de la vida física, sino del amor: “No es Muerte la libadora de mejillas, / Esto es Muerte: el Olvido de ojos mirantes” (“Hay un morir”, 1912).

Luego del fallecimiento de su mujer, en 1920, Macedonio se fue apartando de su círculo de amigos, abandonó definitivamente su profesión de abogado, vivió bajo distintos techos, se volvió un friolento crónico: “Morir es sacarse el sobretodo”, pone.

Durante ese ‘lento venir viniendo’, su laboratorio de escritura consistió en tematizar obsesivamente el proceso, en prologar, versificar, teorizar, satirizar, mostrar la hilacha. Casi ni hace falta decir que pocos de sus contemporáneos lo comprendieron.

Matar el pacto

¿Cómo digerir a ese payador teórico que dialogaba con la parodia todo el día? ¿A ese ex juez que renunciaba a la ley pero que se postulaba a la presidencia de la Nación porque, decía, era más fácil que ponerse un quiosco?

“Macedonio volvió a inventar todos los géneros -asiente Tamara Kamenszain-. Inventó dos novelas que nacieron gemelas pero opuestas. Como el golem que, sin ser hombre, articula sus movimientos calcando los de su modelo humano, Adriana Buenos Aires (“última novela mala”) y Museo de la eterna (“primera novela buena”) son la réplica perfecta de dos posibilidades de narrar”.

Si Museo de la eterna se estructura como una suma de prólogos que se encadenan hasta la eternidad, Adriana Buenos Aires plasma una realidad narrativa aplastante. Y así, burlándose de idealismos y realismos literarios, Macedonio desempaña los espejos engañosos y hace muecas a la teoría.

Como sea, se  anticipó en varias décadas a las búsquedas y reflexiones del Nouveau Roman, que revolucionaron la escritura de la novela.

En “Para una teoría del arte”, artículo de 1927, ya dirigía sus dardos contra Calderón, Shakespeare, Dante, Quevedo, Goethe... Eso sí, salvaba a Cervantes, el único que habría tenido presente la situación del lector, su realidad frente a la irrealidad del arte.

Todo arte realista le parecía falaz. Él, en cambio, buscaba poner todo procedimiento a la vista. La novela de “asunto”, “los sucesos”, le parecían una trampa esclavizante para el lector adormecido. Y con Museo, ataca de raíz: contra la copia de la realidad. Allí, propone la participación activa de los personajes en su más nítida función. Los vivos son los únicos que pueden, pues, soñar ser, son los personajes. Este es el material genuino del Arte.

“Fantasía constante quise para mis páginas, y ante lo difícil que es evitar la alucinación de realidad, mácula del arte, he creado el único personaje hasta hoy nacido cuya consistente fantasía es garantía de firme irrealidad en esta novela indegradable a real...”. No confunde los planos: “Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando (vida)”. Desnudar la trama de la literatura supuso el acto más revolucionario de Macedonio. Porque ese “poner el todo a la vista” en una producción simbólica implica la posibilidad de hacer lo mismo con todas: la historia, la política...

Cierto, publicó pocos libros en vida. De hecho, gracias al trabajo de busca y ordenamiento seguido por el hijo, Adolfo de Obieta, se rescató gran parte de su obra copiosa y profunda: No toda es vigilia la de los ojos abiertos (1928), Papeles de recienvenido (1929), Una novela que comienza (1941) y el texto que por muchos motivos se considera mayor, Museo de la Novela de la Eterna (1967).

Por las ramas

Dijimos que Fernández escribió para lectores futuros. Algunos de ellos ya llegaron y se convirtieron además en grandes autores. El chileno Alejandro Zambra, por ejemplo. “Quería escribir un libro que mostrara, de entrada, su artificialidad de libro, su falsedad”, deslizó al escribir su libro Bonsái.

La conexión es directa: en Bonsái (de Zambra), la pareja protagonista lee “Tantalia” (de Macedonio). Y la escena es una conversación silenciosa entre los dos (personajes y autores) donde se propaga la lucidez.

“Tantalia” trata sobre un hombre que sufre una crisis afectiva. Su amada, “Ella”, lo nota y para ayudarlo le regala un pequeño trébol, símbolo de su amor. Quizá, al cuidar la frágil planta, descubre que su sensibilidad y su afecto renacen. Sin embargo, pronto el temor provoca que  el hombre deforme su experiencia en lo contrario: torturando la plantita pretende escandalizar al Ser, al Cosmos, con un acto tan vil que provoque su destrucción y con ello, el término de sus propios padecimientos.

Por su parte, Bonsái narra la historia de Emilia y Julio. La relación entre ambos crece a través de la lectura compartida y llega a su fin cuando ambos leen precisamente el cuento de Macedonio Fernández. Después de su separación, la vida de ambos se desvía hasta el suicidio de Emilia.

Son dos historias de amor con finales distintos. Sin embargo, las referencias a “Tantalia” en el texto de Zambra, la escritura de una novela con un argumento muy similar por parte de Julio y finalmente, la adquisición de una plantita, de un bonsái, indican mucho más. Bonsái asimila críticamente el texto de Fernández.

Si en “Tantalia” el símbolo del amor es la planta, en Bonsái es la literatura. En clave de parodia, Julio y Emilia se construyen a sí mismos y a su propia relación como una invención literaria y así, nacen ya sabiendo todo de sí mismos aunque, para ser, necesitan decir eso que saben. Son autobiografías múltiples que tejen una ficción: la historia de cómo va creciendo el texto.

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