El general José Ignacio Garmendia realizó una crónica apasionante sobre la Guerra del Paraguay, de la que participó. Entre sus descripciones conmueve especialmente la despedida dada a los soldados porteños por sus madres: “En tropel desolado –escribió– acompañan a los Batallones que vi partir al principio de esta guerra por la calle Florida. Aquella pena suprema saboreando la angustiada faz, aquel llanto amargo y silencioso coloreando los doloridos ojos, mezclado al polvo del camino; aquellos pañuelos que se llevaban a la boca para ahogar un gemido, aquel apresuramiento en zozobra pisándose unas a otras para no perder de vista un instante al que partía tal vez para no volver más; aquel adiós eterno y tremendo”.
La belleza de estas palabras, inspiradas en el vínculo primigenio de todo ser humano con su madre, nos invita a indagar en la vida de las mujeres que parieron nuestra historia.
En enero de 1812 San Martín partió de regreso hacia el Nuevo Mundo. Lo que sucedió después es célebremente conocido. Ricardo Rojas –uno de sus grandes biógrafos– imagina poéticamente que tras salir del Canal de la Mancha, al pasar por las costas de España, el Libertador pensó en su madre, a quien dejaba allí y no volvería a ver jamás. En Buenos Aires lo esperaba otra madre, su suegra: doña Tomasa de la Quintana. La relación entre ambos fue la peor y llegó a su punto cúlmine cuando Tomasa intentó quedarse con Mercedes, a quien cuidaba desde hacía cuatro años, tras la muerte de Remedios de Escalada, mientras San Martín luchaba por la independencia. Jamás aprobó el casamiento de su hija, siempre llamó “plebeyo” o “soldadote” a su yerno y vio a Remedios morir llamándolo. Suena coherente que lo detestara. Siendo algo totalmente mutuo, no se hablaban. En esta situación tomó cartas en el asunto Manuel de Escalada, cuñado de San Martín, y convenció a su madre de entregar a la pequeña.
Años más tarde, cuando Merceditas abrazó la maternidad, se empeñó en educar a sus hijas como si fuesen argentinas, aunque vivieran en Francia. Manejaban el idioma español y soñaban con Buenos Aires.
Contemporánea a doña Tomasa fue la cordobesa Tiburcia Haedo, madre del general Paz. Al ser apresado su hijo por Estanislao López, la mujer vivía en Buenos Aires. Viajó entonces a Santa Fe y, cuando trasladaron a Paz para quedar en manos de Rosas, lo siguió a Luján. La anciana llegaba a esperar durante horas, sentada en las frías escaleras de la cárcel, para poder verlo hasta que finalmente algún carcelero se apiadaba y conducía su paso cansado a los brazos de José María.
Con la combatividad que sólo las madres tienen, intentó por todos los medios liberarlo. Pidió ayuda a la madre de Rosas y llegó a interceptar a Estanislao López en los pasillos de la cárcel solicitando la libertad de su Pepe.
En Luján, ya muy mayor, se arrastraba hasta su prisión cada día. Fue en ese pueblo donde murió, sin verlo libre. “Cualquiera sabe lo que importa una madre –escribió Paz–, por anciana que sea; la nuestra se hallaba en este estado, pero era siempre la cabeza de la familia; era un nudo que ligaba todos los miembros de ella; faltando, me parecía que quedábamos no sólo en la orfandad, sino también en acefalía. Por otra parte la habíamos visto morir abismada de pesares e inquietudes por sus hijos, sobre quienes pesaban los más grandes peligros: cerró los ojos sin saber su final destino”.
Más allá de cualquier consideración política, el cordobés no murió, en gran medida, gracias a otra progenitora: la de Rosas. “Cuando mi madre fue a Santa Fe –escribió–, me preguntó qué servicio había hecho yo a don León Rosas, padre del dictador, pues, encontrándose causalmente en una casa, de visita, con doña Agustina de Rosas y una o dos de sus hijas, estas le dijeron que don León me debía un servicio que nunca olvidaría, y que deseaba vivamente las ocasiones de correspondérmelo”. En 1829 Paz ayudó a don León evitando que Lavalle lo desterrara de Buenos Aires, algo que él y su mujer jamás olvidaron. Al salir de la cárcel, Lucio V. Mansilla –cuñado de Rosas– le dijo: “Procure usted visitar a mi madre política pues me consta que le debe mucho”. Aparentemente la mano de doña Agustina detuvo, como en tantas oportunidades, el puñal de su hijo.
Doña Agustina López de Rosas –madre de Juan Manuel– fue una mujer fuerte, decidida y por momentos cruel. Militante del autoritarismo, hacendosa, dio a luz año tras año a veinte rubios y rollizos retoños. Una especie de deidad doméstica que se hacía cebar mates por una negra esclava, a quien sólo le permitía acercarse de rodillas. Sus hijos, entre ellos Juan Manuel de Rosas, le obedecían con entrega feudal.
Su nieto, Lucio V. Mansilla, contó que Agustina consideraba a su marido un plebeyo y en las discusiones solía expresarlo: “¿Y tú quién eres? Un aventurero ennoblecido (...), mientras que yo desciendo de los duques de Normandía; y mirá, Rozas, si me apurás mucho, he de probarte que soy pariente de María Santísima”. Alguna vez don León le recordó quién llevaba los pantalones, a fuerza de un par de latigazos, aclarando que sólo la dejaba mandar por el gran amor que sentía. Así, en cuanto a familia, hogar y administración de bienes, ella tuvo esos “poderes extraordinarios” que el Restaurador consiguió del país.
Al parecer los padres de Rosas se amaban profundamente. Dormían en habitaciones separadas porque ella, criando niños casi todo el tiempo, no quería afectar el sueño del esposo. Ya muy mayor, la parálisis afectó su cuerpo y quedó postrada en una cama. Aun así, y viuda desde 1839, siguió comandando en todo: casa, familia, compras, ventas, etc.
Como vimos, intercedió ante su hijo por la vida de prisioneros políticos. Otro caso fue el del médico Hilario Almeyra, quien, según sus palabras, “no es unitario ni es federal, no es nada, es un buen sujeto; y así es como Juan Manuel se hace de enemigos porque no oye sino a los adulones”. En torno a su liberación se produjo una larga discusión, que finalizó con Rosas pidiéndole perdón de rodillas y anunciándole la liberación del doctor. López de Osorio murió a los 60 y seis años, cerca de la Navidad de 1845, poco después de que Francia e Inglaterra comenzaran el bloqueo a Buenos Aires.
Juana Rosa de Argañaraz perteneció a la oligarquía riojana y dio a luz a Facundo Quiroga. Años más tarde, cuando Lamadrid ocupó La Rioja durante meses, ejerció medidas de mucho rigor sobre los partidarios del Tigre de los Llanos “y, lo que era vergonzante para un militar –escribió Saldías–, sobre la anciana madre de este, la cual fue llevada a la cárcel con una pesada cadena en el cuello”. Debemos decir que cuando Facundo tuvo la oportunidad de vengarse no lo hizo y, por el contrario, protegió a la familia de Gregorio Aráoz de Lamadrid.
Sin embargo, su actitud fue muy diferente con Doña Paula Albarracín, cuyo hijo lleva el mote de Padre del Aula.
Siendo Sarmiento un joven exiliado en Chile, Facundo decidió costear su lucha contra Lamadrid con “aportes” del pueblo sanjuanino. A doña Paula le exigió seis bueyes. No tenía tal cantidad. Al verla llorar, el sacerdote don José de Oro le dio ocho para que hiciese el pago y se dejara dos. Pero no todo terminó allí: “Querido hijo –escribió Albarracín–, una de las cartas en las que hablas mal de Quiroga ha llegado hasta sus manos por una infidencia y me hizo llamar a la Casa de Gobierno. Aunque no conocía yo la causa, fui muy inquieta pensando en tu seguridad y en la de tu padre. Ni siquiera se paró al recibirme y, desde su silla, me mostró una misiva diciéndome: ‘Su hijo me califica de bandido. Es un insolente. Cuando lo aprehenda lo haré fusilar’. Salí con la angustia que te imaginas y quiero pedirte que seas prudente y que te cuides. En estos momentos en nadie puedes tener confianza. Te quiere como siempre, tu Paula”.
Quiroga pagaría semejante bajeza en cada página del “Facundo”.