Mario Fiore - mfiore@cimeco.com - Corresponsalía Buenos Aires
Mauricio Macri está en un dilema enorme, quizás el más importante de su breve y hasta ahora exitosa carrera política: desaprender lo aprendido y mostrar la plasticidad para barajar y dar de nuevo que cualquier dirigente con ambiciones reales de ser presidente de la República debe tener y demostrar.
Hasta ahora, Macri viene escuchando el mantra de aquellos que sostienen la dicotomía entre la vieja política, la tradicional y partidocrática, y la nueva política, ésa que surge de laboratorios de encuestadores y gurúes, y que busca barrer los atributos ideológicos de los partidos surgidos al calor de la Modernidad con palabras como “gestión”, “equipo” o “gente”.
Macri se encontró con una serie de obstáculos en su postulación presidencial que no fueron puestos por sus adversarios sino que han sido producto de su concepción de una política post-ideológica como etapa superadora de la política tradicional.
Esta visión le sirvió en un primer momento para crear un partido nuevo, como lo es el PRO, diseñado por expertos en marketing y comunicación política para gobernar una ciudad capital, como Buenos Aires, en un momento preciso de la historia política argentina: la fenomenal crisis de 2001. El PRO surgió, en aquel entonces, con la pretensión de ser una tercera fuerza nacional: ni peronista ni radical.
Pero una década después, el partido creado a imagen y semejanza del liderazgo “nuevo” que Macri se planteó encarnar, no ha podido desarrollarse territorialmente y ha demostrado tener debilidades incluso en la ciudad sobre la que construyó su acotado poderío.
Esto significa que el PRO no ha podido cambiar la cultura política que los partidos tradicionales desarrollaron durante el siglo XX y que evidentemente perdura. Todo lo contrario.
Debido a esta incapacidad, el PRO debió labrar una alianza con la UCR, que sigue siendo el principal partido de oposición de la Argentina, para tener una base sólida de sustentación territorial que permita a Macri enfrentar una elección de alcance nacional y gobernar el país en caso de ganar los comicios presidenciales.
Pero a lo largo de estos primeros seis meses de 2015, Macri se ha mostrado lleno de contradicciones. Como necesita de otras fuerzas políticas, en especial el radicalismo, mandó a dirigentes de su confianza provenientes de partidos tradicionales a realizar tareas de ingeniería electoral.
Pero como además descree fervorosamente de la “vieja política” y sus gurúes le dicen que se aleje de ella, actúa individualmente y se encierra en su entorno más íntimo, el que ahora todo el mundo llama “el círculo amarillo”. Es por ello que pese a cerrar acuerdos con la UCR y la Coalición Cívica, Macri no ha buscado dar volumen político y electoral al frente Cambiemos y hasta se permitió confesar que no piensa en un cogobierno.
También radicó en esta animadversión por la partidocracia su rechazo a una alianza con Sergio Massa en la provincia de Buenos Aires. Sus socios a nivel nacional hoy no saben cómo hacer para transmitir, a poco más de dos semanas de las elecciones primarias, que hay algo más que el color amarillo en Cambiemos.
Producto de esta pelea entre sus deseos y los obstáculos que la realidad le ha ido planteando es que Macri ha tomado decisiones desconcertantes, como su reciente giro discursivo “pro-estatismo”. Algunas de sus jugadas más arbitrarias han encendido luces en todo el armado opositor y hasta han provocado intranquilidad en los mercados.
Para entenderlas, hay que observar primero que Macri es un dirigente político “nuevo” (no por su edad, sino porque se inició en la política hace relativamente poco tiempo) y es por ello mismo extremadamente dependiente de los consejos de asesores y expertos.
Huelga decir que no tiene un pasado de militancia política suficientemente rica como para haber aprendido lecciones básicas y necesarias que le permitan sortear escenarios áridos y volátiles como la actual competencia electoral nacional.
Jaime Durán Barba, el gurú ecuatoriano que se vanagloria de haber diseñado al Macri candidato que hoy todos vemos, no oculta en entrevistas periodísticas que debió sacar a la calle al entonces presidente de Boca Juniors para que tomara contacto con los vecinos de Buenos Aires.
Este aprendizaje que los dirigentes radicales o peronistas hacen en su primera juventud fue una lección tomada por Macri ya en su madurez.
El domingo pasado Macri dejó al descubierto este déficit en su instinto político.
Quizás sea esto lo que más preocupación generó en grandes capas de la sociedad. Los expertos en comunicación política, en los que confía más que en sí mismo, le indicaron una coreografía y un libreto que debía repetir en el búnker del PRO en Costa Salguero. Macri tenía apuntada la instrucción de bajar el escenario y bailar con la militancia, mezclándose con ella ante las cámaras de TV.
El mensaje pensado era mostrarlo como un ciudadano de a pie que humildemente viene a proponer el cambio de la vieja Argentina. Pero previamente tenía que rescatar algunos logros de la gestión kirchneristas que las encuestas indican que gran parte de la sociedad sostiene como políticas que deben continuar gane quien ganare los comicios presidenciales.
Lo que Macri no midió es que el contexto se había modificado sustancialmente. Su candidato, Horacio Rodríguez Larreta, había salvado por escasos tres puntos el poder territorial del PRO en la Capital en el balotaje porteño y toda su estrategia presidencial había entrado en crisis (en rigor, el macrismo venía de perder en distritos importantes como Santa Fe y Córdoba).
No era ése el momento de elogiar políticas emblemáticas del gobierno nacional, más aún cuando fue él quien más las criticó. Una cosa era introducir un giro discursivo tan llamativo con el respaldo de una victoria contundente y otra muy distinta fue hacerlo con un triunfo paupérrimo que todo el mundo leyó como derrota.
Lo que sus asesores pensaron como una innovación para intentar conquistar adhesiones de sectores populares terminó pareciendo un manotazo de ahogado.
El gran desafío que tiene el líder del PRO hoy por delante es decidir si sigue apostando por la polarización para forzar en octubre una segunda vuelta con Daniel Scioli (e intentar alzarse con el poder), o bien opta por transitar un camino de moderación y equilibrio en el que pueda tanto rescatar logros del gobierno nacional como ofrecer respuestas para los graves problemas que la administración K no sólo no ha podido solucionar sino que ha agudizado.
En cualquiera de las dos opciones, Macri deberá blanquear qué piensa hacer y cómo, información que hasta ahora venía escabullendo aconsejado por los gurúes -los mismos que lo han empujado constantemente al equívoco- que le dicen que no dar definiciones es la mejor receta para alejar a la menor cantidad posible de votantes. La primera alternativa, la de la polarización a ultranza, es desde lo discursivo más sencilla.
En el segundo escenario, en el que Macri busca atraer los votos de los ciudadanos que piden un cambio no drástico y rescatan logros del actual gobierno, el líder del PRO deberá dar una discusión más desigual con Scioli, un dirigente que tampoco es afecto a dar grandes definiciones pero que hoy corre montado sobre las anchas espaldas del oficialismo nacional repitiendo, palabras más palabras menos, lo mismo que intenta balbucear sin mucha convicción el referente opositor.
El kirchnerismo está sacando jugo por estas horas del traspié electoral porteño de Macri y de ese mal manejo del timming político que lo llevó a elogiar logros K en el momento menos oportuno. Pese a todo esto, la carrera presidencial se encuentra lejos de estar definida. Hace sólo seis meses, antes de que el macrismo y el oficialismo consensuaran debajo de una mesa hacer “desaparecer” a Massa y polarizar al máximo la elección nacional, el escenario electoral estaba dividido en tercios.
Al gobierno nacional hoy le conviene dejar de lado la polarización y propiciar que la oposición diluya sus fuerzas en varias ofertas medianas y chicas; de este modo podría ganar en primera vuelta. Si una lección dejó el balotaje porteño es aquella que indica que la suma de los que no adhieren puede llegar a ser mayor que la de aquellos que sí lo hacen, llegado el momento de una eventual segunda vuelta electoral.
Éste sería, obviamente, el peor escenario para Scioli, quien carga la mochila de años de confrontación, por la confrontación misma, con el kirchnerismo duro.