Machu Picchu, el mágico reino del Sol, un misterio que sigue dando nuevas pistas sobre su construcción y relevancia en la cultura incaica.
Variadas son las teorías que intentan explicar su origen, funcionamiento, el por qué de la ubicación y fin de esta ciudadela construida entre finales del siglo XIV y principios del siglo XV en el valle que forman los cerros Huayna Picchu y Machu Picchu, a 2.400 m de altura y 112 kilómetros al noroeste de Cusco y cinco de esta ciudad. Así el misterio es parte de su propia esencia.
Se dice de mí...
Norte, sur, este y oeste. Antes de la caída del Imperio, hace unos 480 años, los incas llegaban hasta el templo sagrado de Machu Picchu desde todas las direcciones. El terreno quedó plasmado de senderos, de huellas. Pisadas que los locales aún intuyen, manteniéndolas con vida.
Gente de diversos países, creencias, ideas, llegan al destino, especialmente jóvenes con mochilas cargadas de deseos de nuevas aventuras. El lugar más visitado de Perú, y el más icónico de toda una cultura que llegó hasta nuestra provincia, fue dado a conocer al mundo por el norteamericano Hiram Bingham, joven profesor de historia de la Universidad de Yale que, en 1911, se topó por casualidad con estas ruinas en su búsqueda de Vilcabamba, el último reducto de los incas.
La complejidad para llegar es parte de esa noción de ciudad oculta, sagrada, y así se mantiene. Aunque en los últimos tiempos hay mejoras y la ayuda del tren en parte del trayecto, ayuda.
La gran mayoría opta por hacerlo a pie, recorriendo los 46 kilómetros que componen el llamado Camino del Inca. Considerada como la ruta de trekking más famosa de América y una de las más espectaculares del mundo, es un recorrido de enorme belleza en el que las ruinas se entremezclan con la profusa vegetación de la selva andina para componer un recorrido místico y revitalizante.
El Camino del Inca es un conjunto de senderos de tierra terraplenada y tramos de piedra con muros laterales de contención que se extiende entre cerros, quebradas, túneles y puentes colgantes, y que atraviesa cursos de agua de enorme caudal, valles de una fertilidad asombrosa, selvas profundas y varias cumbres con alturas que van desde los 2.125 metros de altura, llegando hasta los 3.800 para luego descender nuevamente hasta los 2.400. Desandarlo demanda unos cuatro días de agotadora marcha (la falta de oxígeno se recuerda a cada paso) y su recorrido culmina en Intipunku o Puerta del Sol, una construcción de roca realizada casi en la cima del cerro Machu Picchu. El Intipunku hace las veces de portal detrás del cual, y a la distancia, se descubre, magnífica y monumental, la ciudadela.
Desde ahí se desprende otro sendero tapizado de piedras; atraviesa el sector agrícola. En éste, en medio de una innumerable sucesión de terrazas y graderías de cultivo, se destacan las primeras construcciones, como las casas de los guardianes y la llamada Roca Funeraria, enorme piedra con fines rituales.
Luego, en forma abrupta, el camino se interrumpe ante una extensa muralla de piedra en la que como perdida, en uno de los extremos, se encuentra la única apertura. Se trata de la entrada original al complejo y se cree que fue planteado así por cuestiones de seguridad. De hecho, vista desde arriba, pasa prácticamente inadvertida.
Una vez traspasado el umbral, Machu Picchu se descubre por entero ante los ojos. Es que desde ahí uno a uno va apareciendo una sucesión de edificios que muestran una organización urbanística estudiada y planificada hasta el más mínimo detalle, y que llama la atención no sólo por su disposición en medio de esa geografía tan difícil, sino también por la perfección con la que fueron cortados, labrados y encastrados los enormes bloques de piedra que conforman cada edificio.
La Residencia Real, donde se cree moró el emperador Pachacútec; el Templo de las Tres Ventanas, con su enorme muro construido a partir de una sola roca en la cual se tallaron tres ventanas de forma trapezoidal; el Templo Principal y un poco más adelante Intihuatana, o lugar donde se amarra del Sol, una roca tallada de forma similar a un reloj de sol y que era utilizada para medir los solsticios y planificar las épocas de siembra y cosecha.
Del otro lado, tras cruzar la llamada plaza principal, se llega al Altar de la Réplica de los Apus, o Piedra Sagrada, talla realizada sobre una enorme pieza de granito que sobresale de la tierra y en la que se reproducen casi a la perfección las siluetas del Machu Picchu y del Huayna Picchu; luego, el Templo del Sol, construcción circular que hacía las veces de observatorio astronómico, con ventanas en las cuatro direcciones y desde donde cada 22 de junio, el sol se asoma exactamente en una de sus ventanas en una perfección que asombra. Como todo lo que hay en los alrededores. Como Machu Picchu en sí mismo.
Una experiencia particular
Una experiencia alternativa, de un cronista que no se queda con nada.
Te dan la comida, la bebida, te llevan la mochila y te instalan el campamento. Te guían los cuatro días de excursión, y claro, te cobran cientos de dólares. Eso siempre y cuando hayas realizado tu reserva con varios meses de anticipación. Te dicen que es la única forma de hacer el Camino del Inca. Pues no.
Se calcula, aunque al turista se le venda un guión diferente, que existen por lo menos ocho caminos con final en la otrora ciudad perdida. Hoy vamos a desglosar uno de ellos.
Día uno
La aventura comienza en la ciudad de Cusco. Tras el paseo por la antigua capital y su precioso casco histórico, hay que dirigirse a la terminal de buses de Santiago, ubicada en las afueras. Destino: Santa María. Seis horas de carretera que ayudan a imaginar el porvenir: los costados explotan de alturas, y verde furioso. Tentador en todos los sentidos.
A la llegada al pueblo, buscar una pensión digna. Los primeros contactos con la comunidad local venían del colectivo y ahora se profundizan. El viajero descubre gente maravillosa. Sencilla de cabo a rabo, feliz por el solo hecho de ser. La aldea está hecha de casitas humildes, calles de tierra y vegetación. Con ese sentir Macondo nos vamos a dormir, y a soñar con lo que se viene.
Día dos
La jornada nace madrugadora y ya estamos en movimiento. Una ruta ancha y abierta se extiende por tres kilómetros y, tras tenue subida, choca con un cerro impresionante. Selva es lo que tiene en el lomo y ahí nos metemos. Hay una sensación que domina, que dice que empieza lo mejor. Será pendiente y pendiente, cuesta arriba entre árboles. Buscando una senda difusa, que olfateamos a puro instinto.
Después surgen algunos claros, haciendo notar a través del panorama, la altitud. Y en eso, un ranchito perdido. La dirección es nuevamente imprecisa, así que golpear la puerta, ayuda. La charla confirma la calidez de la gente que, a través de referencias naturales ("delante del árbol con las ramas gordotas", "a la izquierda del pico de la montaña"), va aclarando el trayecto. Continúa la subida, escalones de tierra y horizonte para ver. La postal quita el aliento. El valle entero, tan puro, tan magnífico en formas y relieves, hace notar su potencial. Pensar que por aquí pasaban ellos, los dueños de este mundo. Los que la historia y el hombre blanco borraron de un cachetazo. Los que en largas y duras procesiones, henchidos de fe, marchaban con rumbo al templo. El mismo hacia donde ahora vamos nosotros.
Más adelante regresa la selva. El encuentro es con una familia que vive de su plantación de café y de vender agua a los pocos turistas que pasan. Sentados con jungla en derredor, el hombre de la casa nos cuenta los secretos del grano, el proceso de secarlo al sol. También sobre cómo es la vida por estos recluidos parajes, sus alegrías y sus tristezas. Nuevas indicaciones, manos que se estrechan, y mutuos deseos de buena suerte.
Tras un fuerte descenso, aparece el río Urubamba. Cristalino y furioso, el afluente es vital para la subsistencia de la región. Cruzarlo será otro desafío. Los pobladores de la zona utilizan una gran canasta de metal que, sostenida por cuerdas, sirve para atravesar el agua desde lo alto. El visitante hace uso de sus propias manos para avanzar, sentado en el dispositivo y tirando de la soga. Le tiemblan las piernas pero bajo la premisa de no mirar para abajo, cumple el objetivo.
Cuando cae la noche, la pequeña localidad de Santa Teresa dice presente. Ofrece unas termas naturales que ayudarán a aplacar el cansancio y a recuperar energías para lo que resta.
Día tres
Otra vez a patear, y otra vez a cruzar el Urubamba. El sol ilumina el terreno todo, mientras el camino anuncia bananeros y demás signos de clima subtropical.
Aldeas se pierden entre el follaje, fecundado de palmeras. Hacia la derecha, una cúspide infinita libera agua, formando pequeñas cataratas que dan idea de paraíso. El espectáculo, maravilloso.
120 minutos de andar para llegar a la Central Hidroeléctrica, punto donde la senda se choca con la vía del tren. Las dos se fusionan para regalar tres horas de los paisajes más alucinantes del continente y el mundo. Los cerros, sensuales en sus formas, son todo verde. Literalmente. Las cimas van redondeadas, con cóndores y otras aves engalanándolas. La diversidad irradia el cielo de colores y bellas melodías.
Ya por la tarde, el arribo a Aguas Calientes nos reencuentra con el movimiento turístico experimentado en Cusco. Mucho hotel y restaurante en la última posta antes de Machu Picchu. Aunque en un entorno aún lo suficientemente cuidado como para que la esencia local se conserve. Luego, mirar hacia arriba. Mañana estaremos ahí.
Día cuatro
El sol todavía no se dio por aludido, cuando algunos caminantes salen en busca de la montaña. Será una hora de verticalidad máxima para arribar al rincón tan anhelado. Una vez allí, ya hay amanecer. Los primeros rayos iluminan uno de los mayores tesoros de la humanidad, que descansa arropado de siglos y leyenda. Ni Pizarro ni sus hombres llegaron a verlo. Pero sí lo hace el viajero, emocionado. Las vivencias de estos cuatro días se sientan a su lado y le palmean la espalda. Oscar Garay.