Quizá escribir con la mirada en el espejismo de los días que el tiempo arracimó, como llevándose el jugo y dejando sabores, hoy me encuentro con la magia de hacer aparecer lo que no está.
Nací en una familia de inmigrantes españoles, tan genuinos en las intenciones del trabajo fecundo, que enamorados del recuerdo natal, no dudaron en aferrarse a este lugar recostado en la montaña y de cielo pleno en el azul de los que esperan alcanzarlo.
Entonces, en un giro busco a mis abuelos, a mis padres y empiezo a encontrarme; aún pequeña evoco mi pasión infantil de enhebrar hilos, escribir palabras, leerlas y volver a enhebrarlas... Comencé a escribir a mi manera.
Los libros de cuentos y colores acuarelas que manchaban hojas de papel Canson blanco, blanquísimo, inquisidor de invenciones, nunca me faltaron.
Así, con este equipaje íntimo asistía a la escuela Saturnino Torres de Luján de Cuyo, ícono educativo de esta ciudad. Ubicada entonces entre las calles Paso de los Andes y Balcarce, lugar original donde también asistió mi padre, José Aznar Cerdán, a quien recuerdo en un decir referido: “Yo hacía los deberes en el piso de la galería grande de la casa de calle Bustamante rápidamente para seguir trabajando en el taller entre aserrines”.
Una escuela que luego se trasladó, unos pasos más al norte, pero aún sus aulas se abren haciendo historia educativa.
Crecí en medio de una placentera sinfonía de máquinas de carpintería, puesto que mi abuelo, don Miguel Aznar Botella, fue el mentor de una empresa que se transformó en un hito en carpintería de obra y mueblería del Departamento.
Esto lo registro en mi libro natural con tinta de papiro de abedul, por tanta virginidad, en la artesanía y nobleza de espíritu en cada pieza torneada y lustrada.
Fue la carpintería escuela, donde adquirieron el oficio los primeros carpinteros de las generaciones siguientes. Por tantas cosas la Carpintería Aznar Botella, fundada en 1910, se recuerda y revuelve acopio de anécdotas familiares entre sus habitantes.
Y como nada se detiene, siempre sigue, ante tanta fijación en mi infancia llegué al nivel medio de estudios, en la Escuela Normal Mixta Tomas Godoy Cruz, donde egresé con el ideal de lucir el guardapolvo blanco almidonado en las aulas.
Desde aquel instante, que me aparece fugaz, me alisté a los sonidos de la entrega por un mundo mejor... Un tinte de nostalgia me rodea de niños pequeños y adolescentes. Fueron también los jóvenes, mis alumnos del desafío, ya que en el transmitir en la vivencia Lengua y Literatura pude con mi vocación tejer y tramar vínculos inolvidables con la lectura.
Con ellos compartí en el Colegio María Auxiliadora de Luján, Escuela Martín Güemes, Escuela Laureana Ferrari de Olazábal y la Escuela Arturo Jauretche.
Mucho querer hacer. Fue así que viajé por escuelas primarias, nombro algunas -sin olvidar a ninguna en la intimidad escolar que me asiste- como señas de tanto andar docente. Escuelas como la Juan J. Paso, Emilio Jofré y Manuel Ruano, como maestra jardinera.
Entonces los personajes de Disney en los frisos y sus compañeros de andanzas todavía juegan entre mis manos. Mi madre, Pilar Zarategui, hacedora de milagros, sigue hilando este presentimiento. Acompañaba mis ilustraciones en el disfrute y el recorte. También eran de ella.
En esta impronta de evocaciones me quedo en la plaza de Luján registrando aquel pueblo de los años 60, paseos de domingos a la tarde, encuentros de familias, luces y música.
Pareciera tan pueril la evocación ¡Nada había mejor que esos paseos domingueros!. Los amores se encendían con las primeras estrellas de atardeceres apacibles.
Un Luján acotado en las extensiones empezó a avanzar paulatinamente, en esos años sus comercios tradicionales como casa José P. Quiroga, de ropa fina, Panadería La Perla, de las familias Puerino, Qué alegría llevar el pan francés calentito!!!, Tienda La Favorita, de finos hilados, la Farmacia Rodríguez, sucediendo a Don Francisco Carou, el boticario del pueblo, psicólogo amateur.
Son algunos de tantos, bastaría insistir en la historia lujanina para seguir enumerando. Sigo haciendo malabares con la memoria, me impulsa a rememorar las instituciones que representaban a los inmigrantes que eligieron para hacer la vida en este lugar, desde principios del siglo XX: Sociedad Española, Sociedad Italiana y la Sociedad Libanesa.
Un Luján que ya aspiraba a ser grande, a respirar el aire que golpea las mejillas con la aspereza de los climas desérticos, al que no temieron entregándose a quienes se amanecían con la luna llena para abrir compuertas, dejar pasar el agua y regar acequias.
Aún escucho el bullicio de acequias libres con torrentes de agua que borboteaban las siestas de verano. Y así, en este discurrir mi pueblo hoy es otro.
El avance en todos los ámbitos, culturales, demográficos, tecnológicos, sociales, políticos lo encuentran hoy apretado de impulsos, a enlazar una memoria y un telón de nuevas formas de mirar y por lo tanto de vivir.
Suelto en este momento el dibujo del tiempo. La inmediatez me hace correr el espejo, hay un sol de primavera que pudo entibiar tanto candor en mis recuerdos, los que dejaron de ser, porque la palabra es una trastienda de realidades en su permeabilidad de significados.
La palabra hace presencia, por eso pude con mis orígenes, con mis afectos, con mis pasiones, con mi lápiz primero, con todos los que me acompañan, decir: Luján de Cuyo, es mi pueblo.