Luis Ricardo Casnati, el otro

Luis Ricardo Casnati, el otro

¿Una semblanza de Luis Casnati? No resulta fácil. Menos cuando se trata de alguien que anduvo los mismos lugares que nosotros, en tiempos parecidos, sin que se dieran mayores coincidencias. Cuando empezamos a mostrar lo que escribíamos, ya Casnati era, en los marcos de la literatura, una figura pública, reconocida y prestigiosa. Hacia 1990, con un primer libro entre las manos, no nos atrevimos a dárselo. Nos parecía un acto temerario. Más adelante, luego de algunas ocurrencias que nos dieron un plus de atrevimiento, lo hicimos, con una dedicatoria que decía, más o menos, "sin el temor de que hubiera sido demasiado temprano, pero sí de que fuese demasiado tarde". Lo mandamos por correo a una dirección errónea. O sea nunca llegó a destino. Además, las brechas generacionales ya tenían su peso, y cada uno, con su camino andado o su camino por hacer, trenzaba sus escalas propias. Eso era especialmente notable en el caso de Luis. Por eso lo recordamos como "el otro".

En los años '90 nos compartíamos, muchas veces, con los amigos del grupo Cántaro, del Aleph; con Hugo Acevedo, Julio González, Fernando Lorenzo, Carlos Levy; con la breve multitud de la gente de teatro, o los eternos polemistas, Santángelo, Bustelo, Luis Villalba, Susana Tampieri. Y entre los más jóvenes, con los poetas de las Malas Lenguas, con Pedro Straniero, Raúl Silanes. Más tarde, con toda la movida de las poetisas de Luján, y sus mayores coterráneos, Concatti, Braceli. También con los tomadores del café de los sábados, Fernández Cordón, Rudman, "Pupi" Agüero. Con los francotiradores libres, Salas Astorga, Juan López, Roque Grillo; con los hacedores de "El Desaguadero", de San Martín; con los más jóvenes de "Carne Fresca"; con los fecundos andariegos de guitarra y trova. Con los sanos adictos a los vinos espesos. Pero con Casnati nunca; él estaba en otro plano, en otras invenciones, detrás de alguna puerta que giraba sobre sí misma y nunca se podía trasponer, era "el otro".

Sabíamos, por supuesto, de su poesía. Compartimos algunas entrevistas radiales, donde, como era inevitable y justo, él hablaba y uno se convertía en un oyente agradecido. Lo vimos, también, alguna vez, entrando en sitios donde no nos interesaba estar. Y así pasaron años de mutua distancia.

Ya en 2006 -o sea ayer, cuando han pasado casi diez años-, estuvo, sorpresivamente, en la presentación de un libro nuestro, "Cuerpo de Mujer". Advertimos entonces, mientras decíamos algunos poemas, que Luis movía sus dedos como si contara. Después nos dijo, "no hallé una sola desafinación, todos los versos tenían las sílabas justas". Había escuchado como pocos, con sus íntimos dedos. Así que… ¿hacer una semblanza de Luis Casnati? En lo personal, a pesar de su prestigio, de nuestra vecindad, del mismo amor a un arte que nos desborda, sólo podríamos hacer, en resumida cuenta, la semblanza de un gesto. La respuesta, nos parece, pasa por otro lado; al fin el único que debiera importar, el de sus obras. Ese el verdadero punto de encuentro, porque ignora los murmullos de barrio, la basurita de que "me dijeron que les dijiste", o los pequeños recelos por historias menores; esas minucias ligadas al olvido. La única semblanza valiosa, perdurable, se gesta en cada poema, en cada libro, en esas palabras que se reunieron para después, el tiempo que trasiega las batallas perdidas. Los ecos del eco que podríamos ser. En ese espacio somos la luz y la sombra de Luis. Y recobramos el legado de los mismos amigos, de Dumas y de Lorca, de Neruda y Pedroni, de Machado y de Borges.

Recordando a Casnati, recordamos mucho de lo nuestro, por unas cuantas coincidencias. La clase de padres, las influencias, la precocidad con que hicimos nuestras lecturas iniciáticas, el tiempo que tardamos en publicar un libro, y hasta el mismo apego infanto-adolescente con el clima de las aventuras literarias que supimos vivir como un juego sin límites. Desde Los tres mosqueteros a Sandokán y sus tigres de la Malasia, sin excluir el "Corazón", de Edmundo De Amicis. Pero la mayor coincidencia es otra, la de sabernos herederos de algo; él mismo lo ha expresado de una manera hermosa, en el poema: Mi memoria, de olvido.

"Mi memoria está hecha con olvido, /con trozos de nostalgia que recuerdo,/con lo que resta aún de cuanto pierdo/y la marca de aquello que me ha herido./ Mi memoria es a veces un ladrido/ y unos dientes de hielo con que muerdo./O la escala a una dicha que por cuerdo/en pensamiento y corazón coincido./ Mi memoria recoge tu pisada/como la sola realidad hallada/sin confusión y sin desdoblamiento./Como una certidumbre que perdura,/y la consumación de una ternura/ que no ha traído ni movido el viento".

Este es un poema de "La Hilandera", publicado en 1987. Clarísimo cuando dice "mi memoria recoge tu pisada", porque eso es la verdad de un camino. Se lo hace al andar, como decía Machado, pero también hay una senda que ya existe, y que marca la diferencia entre empezar de cero o seguir un trayecto que tiene, como alas que sortean la maraña y las piedras, sus ojos de horizonte. No es lo mismo, aunque siempre haya quienes recubren su egolatría con sencillez, y suponen que toda la poesía da comienzo en ellos.

Lo decimos también por lo que nos toca. De haber leído más a los nuestros, a Ramponi, a Vázquez, a Solá González, a Calí, a Maturo, a Fausto Burgos, al mismo Casnati, hubiéramos escrito, seguramente, mejores poemas.

El primer Casnati nos trae el nombre de Alfredo Bufano, que fue su profesor de letras en San Rafael, entre sus 15 y 16 años, con quien -admite- aprendió a mirar, a oler, a llorar, a cantar y a callar; a sentirse herido y agradecido de la belleza, a escuchar en la mitad el aire, el mensaje que sube de la tierra.

El último Casnati nos enseña otra cosa. El abandono de las urgencias. La indiferencia de las horas, el correr de sus pasos con la rima del tiempo. "Es una cortesía -nos dijo-, que le debemos al destino".

De haber estado más cerca de su vida, hubiéramos cumplido, quizás, el rito que una vez pensó (y escribió) para su muerte. Cuando dijo, con su mejor manera de decir, al final de un poema: "No quiero flores sobre mi ataúd, quiero una escudilla de cerezas".

Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Diario Los Andes.

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