Lugares comunes

Lugares comunes

Esta es la primera nota de una serie de artículos sobre historia. ¿Por qué lugares comunes?, es la respuesta a tantas inexactitudes que se repiten desde hace tiempo sobre distintos acontecimientos y hechos del pasado.

En la Argentina, a partir de los ochenta, gracias a la labor de numerosos compatriotas radicados en universidades del exterior, a historiadores extranjeros sin la carga de faccionalismo que deforman los sucesos, muy común en ciertos escribas, y por supuesto historiadores de reconocido mérito académico de nuestro medio, se lograron trabajos muy importantes.

En estos últimos años, sin embargo, reapareció, impulsado desde el gobierno, otro intento faccioso de reescribir la historia con el argumento de contraponer a la historia “académica” una presunta historia nacional y popular.

Es que tuvimos una presidente que usaba la historia, ella decía que por eso la criticaban, para justificar sus políticas. En realidad lo que dejaba en claro en sus referencias al pasado, hablando en extensos discursos, era su supina ignorancia, que se extendía a otros asuntos.

La historia es útil para dar enseñanzas y a veces sirve para no repetir errores, pero es erróneo utilizarla para dirimir cuestiones partidistas.

Esto nos diferencia de otros países; en los Estados Unidos o en Brasil los debates políticos no recurren a la historia para el enfrentamiento. Por el contrario, encuentran en ella lecciones, legados, raíces profundas comunes a todos más allá de las diferencias de facción.

Por cierto que no fue el único “relato” el de los K, con anterioridad tuvimos el documental “La República Perdida”, que era simplemente la versión de una facción, o en los treinta, el revisionismo nacionalista de tinte fascista, que buscaba, en la reivindicación de Juan Manuel de Rosas la legitimación para acometer contra las instituciones de la democracia.

El país tuvo una historia fundacional con los libros de Bartolomé Mitre sobre Belgrano y San Martín. En la escuela se enfatizó, a principios del siglo pasado, la “educación patriótica” para argentinizar a los hijos de inmigrantes, que en las provincias del litoral superaban a la población nativa.

A la educación patriótica se le agregaba en los colegios secundarios la formación en instrucción cívica con un amplio desarrollo de la historia de las instituciones y de la Constitución nacional. Este tipo de enseñanza se fue abandonando a mediados de los cuarenta y durante el peronismo se optó por difundir y glorificar al gobierno peronista. En otros gobiernos militares también se fue abandonando la enseñanza de las instituciones, situación que se agrava con la reforma educativa de los noventa que ha reducido drásticamente las horas de cátedra destinadas a la historia nacional y universal como al estudio de nuestras instituciones republicanas.

Cuando se estudia a los más importantes estadistas del mundo, resulta que todos tienen en común un profundo conocimiento de la historia de su país y del mundo.

La historia argentina está escrita con una mirada excesivamente porteña. Pero también es cierto que muchos historiadores de provincia han tenido un alcance meramente local, sin el horizonte nacional. En vez de estudiar la historia nacional desde sus provincias, la mayoría se ha dedicado a enaltecer a figuras locales, que en muchos casos fueron secundarias, a las que se pretende hacerles jugar un protagonismo que no tuvieron.

Hace más de quinientos años que los europeos llegaron a las orillas del Río de la Plata. Desde Asunción del Paraguay, desde Chile y el Perú vinieron los conquistadores castellanos que fundaron las primeras poblaciones de lo que hoy es la Argentina. Encontraron numerosa población nativa en Santiago del Estero y en Cuyo y a casi nadie entre el Río de la Plata y las sierras de Córdoba.

Somos los descendientes de esos pueblos y de los que vinieron después, cuando el país se organizó y se insertó en el mundo. Dicen que los mexicanos descienden de los Mayas y nosotros de los barcos. No es cierto, es un “lugar común” esa aseveración. Está demostrado que 49% de los argentinos tenemos antepasados indígenas y que los descendientes de los inmigrantes que llegaron antes de 1880, ya se han mezclado con los viejos argentinos que habitaban este suelo en 1810.

Ya hemos celebrado los dos bicentenarios, el de Mayo de 1810 y el del 9 de Julio de 1816 y nos aprontamos a festejar el cruce del Ejército de los Andes y el triunfo de Chacabuco. Es hora de que veamos en el pasado enseñanzas, lecciones, valores, herencias a custodiar y no una fuente de agravios entre argentinos y tomemos los ejemplos de coraje y grandeza que nos permitan construir una Argentina mejor, próspera, sustentable e inclusiva en este siglo.

La dirigencia argentina parece que tiene los ojos en la nuca y no en la cara, por su recurrencia en el uso faccioso de la historia. Tal vez sea la consecuencia de su incapacidad para resolver los problemas del presente y sobre todo por su falta de conocimiento de los enormes cambios y transformaciones que se están dando en el mundo y que hacen obsoletas ideas, programas, técnicas, industrias, trabajos, paradigmas a los que nos obstinamos en aferrarnos.

La historia argentina fue el resultado de la acción de hombres y mujeres de carne y hueso, eran humanos, no estatuas de mármol, tenían grandes objetivos y también tentaciones y mezquindades como todo ser humano. Hicieron grandes cosas, como les dijo Nicolás Rodríguez Peña a un joven que le enrostraba los fusilamientos de partidarios del absolutismo en los primeros años de la Revolución, olvidando la crueldad del otro bando en Chuquisaca y la Paz: “Que cometimos errores, seguro, que a veces fuimos crueles, es cierto, pero les dejamos una patria”.

Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.

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