A las 10.20, del domingo 22 de junio de 1986, los jugadores argentinos entran al vestuario del Azteca y reanudan sus ritos: Cuciuffo ubica sobre un armario a la Virgen de Luján y Maradona enciende su equipo de música, un Sony rojo, pequeño y novedoso para la época. Comienza a sonar el segundo casete que la selección tiene reservado para los días de partido: el de las “canciones de vestuario”.
En este punto de los hechos, sin embargo, no debe sugerirse una colección de rostros amables. Lo que sucede no es distendido: la atmósfera del vestuario se tensa, como si una nube de preocupación se filtrara por los respiraderos. La música se convierte en una alegría simulada.
Uno de los grandes recuerdos que tengo de ese día es el silencio en el vestuario -dice Tapia-. Habíamos hecho todo lo mismo que en los partidos anteriores, pero al llegar al Azteca fue diferente. Es más, casi que no hubo música, yo no la recuerdo. Sí el silencio. Nos mirábamos todos. Era una concentración muy especial. Lo de Malvinas se sentía: teníamos que representar a todos los argentinos.
-Yo estaba cagado, la verdad que estaba cagado -dice Giusti-, y mirá que era un viejo en el fútbol. Ya tenía casi 29 años, había jugado diez años en Primera, Copas Libertadores que eran de terror, que te escupían, una final del mundo de clubes, pero estaba cagado.
En el viaje en colectivo cantábamos todos, pero ya en el vestuario no había carcajadas -dice Brown-. Lo único que queríamos era que empezara el partido.
Algunos minutos después de las diez y media, los futbolistas salen por un momento a la cancha: quieren examinar el terreno, resolver qué tipo de tapones elegirán para sus botines, confirmar la percepción que habían tenido la mañana anterior, durante su primer contacto con el césped del Azteca, cuando habían visitado el estadio para reconocer el campo de juego.
Los jugadores salían a la cancha y tenían que ver las palomas que picoteaban el césped -dice Benros, el utilero-. Cuando veían las palomas, decían: “Listo, ganamos”.
A esa hora, todavía temprana, los primeros hinchas ya están en las tribunas, las banderas comienzan a desplegarse y Pumpido se sienta detrás del arco en el que Maradona haría sus dos goles. Después, los argentinos vuelven al vestuario, donde los auxiliares intensifican su trabajo (...).
Yo le lustraba los zapatos a Maradona y tenía mi propio secreto -cuenta Benros-. Diego me preguntaba “qué le ponés a los botines, hijo de puta”, pero nunca se lo decía. Lo que usaba era una crema de silicona con kerosene blanco, una pomada que se usaba para las monturas de los caballos. Los botines quedaban espectaculares.
Diego llevó al Mundial cinco pares Puma número 37, algunos con tapones bajos y otros altos. La noche previa a los partidos, venía a mi habitación y se los probaba, pero al final elegía siempre los mismos, unos que le quedaban perfectos. Por las dudas le llevaba dos pares más a la cancha, unos con tapones bajos y otros altos. Cada tanto Diego me ayudaba a lustrarlos, pero lo que siempre hacía solo era vendarse los pies.
“En el viaje en colectivo cantábamos todos. Pero en el vestuario no había carcajadas” (José L. Brown)
Mientras algunos jugadores eligen botines o se vendan los tobillos, otros comienzan a acondicionar sus piernas. Tres muchachos masajean los músculos de los futbolistas que enfilan hacia la proeza o el fracaso: el encargado principal, Roberto Molina; el ayudante, Galíndez, a veces utilero y a veces masajista, y el exclusivo de Maradona, Salvatore Carmando, un italiano al que Diego había conocido en el Napoli. El hombre se había ganado su confianza de tal manera que Maradona lo contrató para que lo acompañara a México.
A Diego lo masajeaba durante una hora antes de cada partido -dice Salvatore Carmando por teléfono desde su casa de Salerno, a 70 kilómetros de Nápoles-. Sus piernas eran distintas a las de los demás jugadores. Maradona tenía músculos duros y flexibles a la vez, yo nunca vi algo así.
Se tiraba en una camilla del Azteca y se relajaba, como si quedara en trance, él no decía nada mientras lo masajeaba. Yo usaba una crema especial, que hacía con barro. Era una receta propia que nunca le conté a nadie.
De los 16 jugadores que eran titulares y suplentes, solo ocho o diez querían masajearse -dice Roberto Molina en el bar de la cancha de Vélez, el club en el que trabajó durante veinticinco años-. Un masaje normal, entre las dos piernas, tarda veinte minutos, pero muchos me pedían también las cervicales (...).
El comienzo del partido se aproxima (...) como un tren bala, pero el protocolo de cábalas continúa. En realidad, no terminará hasta un minuto antes.
Cuando terminaban los masajes tenía que sonar un teléfono público que había en el vestuario -dice Brown-. La primera vez que sonó fue antes del debut, contra Corea, atendí yo, y quedó como un ritual.
A partir del segundo partido fue obvio que el tipo que llamaba era alguien de la selección, pero nunca supe quién. A veces ya estábamos listos para entrar a la cancha y el teléfono no sonaba. Lo mirábamos y nada… Entonces Bilardo decía “Bueno, dale, vamos a hacer esto”, hasta que al fin sonaba y yo corría a atender. Decía “hola” y del otro lado nunca nadie me respondía, así que yo decía “ah bueno, andá a la puta que te parió” y cortaba.
El jefe de prensa de AFA, Washington Rivera, entra al vestuario, saluda y se despide del plantel con un insulto. Enrique le pide a Benros que le alcance las ojotas que tiene a centímetros de distancia. Bilardo le da a Moschella, el administrativo de AFA, la planilla con la formación oficial y los documentos de identidad de los jugadores para que se los entregue a la FIFA. Maradona dibuja la figura de un cuerpo en el suelo, disponiendo sus botines, su camiseta, su pantalón y sus medias, y no deja que nadie pase por encima.
Es tiempo de la entrada en calor. La lidera el preparador físico, Echevarría, y dura veinte minutos en el túnel de entrada a la cancha. No ocurre, pero de fondo deberían sonar los teclados épicos de Carrozas de fuego.
Los jugadores vuelven al vestuario y se ponen las extrañas camisetas azules. Es la primera vez que las ven confeccionadas. (...) Estábamos en el vestuario del Azteca y agarramos la camiseta que nos teníamos que poner… qué camiseta fea, mamita querida -se ríe Giusti-. ¿Vos la viste? Qué hijos de puta… La mirábamos con Burru y dijimos: “¿Y esto qué es, esta porquería?”.
“¡Piensen en Argentina! ¡Transpiren y orinen sangre!”, arenga Bilardo.
En un papel pegado a la pared cuelgan las últimas órdenes: la formación del equipo y el nombre del rival al que cada jugador deberá marcar en los corners y los tiros libres en contra. El vestuario parece el camarín de un teatro segundos antes de que los actores salgan a escena. Hay jarras con té para hidratarse. Termos con café para algún sorbo apurado. Toallas para secarse la transpiración. Vendas desperdigadas por el piso. Tela adhesiva.
Son las 11:50. Faltan diez minutos para que comience el partido.
Yo me ponía el botín -se emociona Brown- y Diego venía, me daba una palmada y me gritaba: "Dale, eh, dale que si vos jugás bien yo juego bien, dale que sos el mejor, dale que a estos hijos de puta los vamos a matar". Entrabas a la cancha con el corazón que no te entraba en el pecho.