Los símbolos y el respeto institucional

Los símbolos y el respeto institucional
Los símbolos y el respeto institucional

Parece mentira que luego de más de treinta años de democracia continuada, en la Argentina todavía se esté discutiendo sobre las condiciones del traspaso de mando, con diferencias que más parecen caprichos de vanidad, de los diferentes dirigentes políticos, que cuestiones que hacen a la institucionalidad republicana.

Hace cuatro años, insólitamente, la presidenta saliente se negó a entregar los atributos del mando al primer mandatario entrante. Puso, para no hacerlo, excusas insostenibles. Tiempo después, por propias declaraciones de la señora emitidas en un libro de su autoría, descubrimos que no había querido entregar el bastón de mando porque ella lo consideraba una “rendición” hacia quien más que su adversario de ocasión era algo así como su enemigo conceptual y estructural.

Con no tanto delirio como en aquel entonces, esta vez también se dio la discusión, ahora referida al lugar donde debe procederse al traspaso simbólico del poder. El presidente saliente quiere que se haga en la Casa Rosada como prácticamente siempre se hizo. El presidente entrante, en el Congreso, como se hizo muy pocas veces. Parece que al fin se acordó por esta última opción. Es bienvenido, no por la opción en sí misma sino por haber evitado otra nueva decepción ante una ciudadanía que espera responsabilidad de sus representantes, y que debatan en serio de las cosas en serio.

Aunque no por ello debe considerarse que la cuestión de los símbolos no es una cosa seria. Por el contrario, el respeto de los mismos hace al desarrollo institucional de los países. Indica de manera sencilla y general que existe una continuidad en la república democrática que no la altera el cambio de signo político en los gobiernos que se suceden. Por eso las simbologías deben tratar de cambiarse poco y nada, ya que nos engarzan con las tradiciones históricas y ponen a los hombres del presente en consonancia con sus antepasados de la historia.

Sin embargo, la falta de respeto hacia los símbolos es apenas la punta del iceberg de un defecto cultural aún más profundo: aquél por el cual los argentinos no sólo no nos ponemos de acuerdo en casi nada que haga a las políticas de gobierno, sino que ni siquiera nos ponemos de acuerdo sobre las reglas del juego.

Sería deseable que, por el bien de todos, cada gestión plantee alguna o algunas políticas de Estado que estén por encima del debate partidario y nos identifique a todos más allá de los sectores. Pero si las intolerancias compartidas hacen imposible que las mismas puedan construirse, al menos debería aceptarse como elemental que todos aceptemos cumplir a rajatabla las formalidades que nos permiten desarrollar nuestras diferencias.

Si dos adversarios, en cualquier cuestión de la vida, no se ponen mínimamente de acuerdo acerca del terreno y de las reglas compartidas en las cuales desarrollarán su pelea, ya nada tiene sentido. Es la ley de la selva. Cada uno hace lo que quiere y nadie está obligado a respetar nada.

Es en ese sentido que los símbolos y las formalidades en una república son el soporte institucional sin el cual ningún diálogo ni ningún debate será posible. Pero en Argentina los respetamos muy poco.

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