Desde las profundidades de la historia, cuando los españoles llegaron a estas tierras, las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado en sus más diversas caracterizaciones (el colonial durante el virreinato, pasando por el pactista de la independencia hasta que se consolidó el Estado nacional que hoy poseemos, a partir de la generación de los años 80 del siglo XIX) fueron muy fuertes y profundas, ya que la religión y la política estuvieron fuertemente implicadas porque ambas contribuyeron a la construcción de la estructura institucional del país.
Eso llevó inevitablemente a la superposición de funciones entre las dos esferas, que a veces aparecieron como colaboración pero otras estallaron en conflictos. Fue la Constitución Nacional de 1853 la que avanzó en la definición de un límite más preciso, otorgando al catolicismo un estatus similar al de una religión oficial pero estableciendo con mayor precisión las tareas que deberían ser ejecutadas directamente por los organismos políticos de la Nación.
Y luego, cuando se conformó el Estado Nacional con la federalización de la Ciudad Buenos Aires en 1880, las diferencias entre ambas instituciones llegaron por primera vez a límites sumamente significativos ya que devinieron tareas eminentemente laicas, muchas que hasta ese entonces se consideraban responsabilidad eclesiástica, como el registro de personas, el matrimonio o la educación.
Ese trasvase se realizó con grandes polémicas porque se venía a disentir con costumbres seculares, pero lo cierto es que un Estado constitucionalmente establecido no podría ser un Estado en serio sin asumir las funciones que le correspondían.
A partir de allí hubo momentos de mayor y menor acercamiento entre Iglesia y Estado en la Argentina, incluso se dio el caso de los primeros gobiernos peronistas que al principio adoptaron las ideas católicas casi como doctrina de Estado pero al final se trabaron en una lucha frontal que causó heridas profundas en ambas partes y en la sociedad toda.
En general, aún con muchos avances en las legítimas diferenciaciones y a pesar del gran laicismo de la generación del 80, los altibajos posteriores hicieron que las relaciones entre política y religión nunca estuvieran bien delimitadas en el país previo a la democracia de 1983.
Fue a partir de ese momento cuando comenzó un proceso de laicización importante que parece evolucionar sin solución de continuidad, aunque también tenga avances y retrocesos. Tuvo su punto de partida con el divorcio vincular, hasta alcanzar picos de tensión con el matrimonio igualitario y mucho más con el debate sobre la legalización del aborto. Y todo indica que los debates proseguirán, aunque siempre en la tendencia de la mayor separación entre ambos poderes.
Hoy, más allá de los conflictos temporales y coyunturales que puedan existir o no entre el gobierno nacional y las autoridades católicas, se ha decidido avanzar en la eliminación paulatina de los aportes económicos que el Estado le brinda a la Iglesia. Pero a diferencia de otros debates, éste se viene logrando con una cierta y valiosa racionalidad por ambas partes, ya que las dos admiten la racionalidad de la cuestión y han decidido efectivizarla de modo progresivo.
En síntesis, la separación entre Iglesia y Estado no debe ser para afectar el válido papel que en una comunidad cumple la religión, sino para establecer con claridad los roles de cada esfera de modo que cada una pueda cumplir lo mejor posible con los que le corresponden, sin interferencia ni innecesarios conflictos.