La política argentina actual se mueve entre dos mareas absolutamente contrapuestas que pugnan por imponerse una sobre la otra en un combate a todo o nada.
La primera marea es una bola de nieve que crece y crece a medida que aparecen más datos desenvolviendo en términos traducibles política y jurídicamente al mismo tiempo, la madeja de la corrupción nacional, que (como bien dice la ex presidenta Cristina Fernández) no comenzó en mayo de 2003, pero (como no dice la expresidenta Cristina Fernández) obtuvo en mayo de 2003, a partir de la presidencia de Néstor Kirchner, una proporción cuantitativamente tan superior a todos los momentos anteriores, que devino en algo cualitativamente distinto.
Esa primera marea tiene una característica: son varios los políticos, jueces, fiscales y gente de la sociedad civil que la empujan, pero nadie la conduce porque es tanta su dimensión y envergadura, que ya se ha tornado imparable e inmanejable. Nadie sabe a ciencia cierta cuándo y cómo terminará, si es que termina.
La otra marea es exactamente lo opuesto a la primera: es el intento principalmente de los políticos del gobierno anterior y de los empresarios de todos los gobiernos, que desesperadamente buscan frenar, detener o al menos banalizar la primera marea. Hacerla intrascendente con la excusa de que peligra la gobernabilidad. Que si son acusadas todas las empresas nadie realizará las obras y no vendrá inversión alguna (como si hoy vinieran).
O que si se guillotina a todos los políticos presuntamente corruptos vendrá un Trump o un Bolsonaro o un Berlusconi, un antisistema.
O sea, una marea avanza indetenible porque no la conduce nadie, mientras que la otra desesperadamente intenta frenarla, buscando un corte (una especie de obediencia debida o punto final) o en su máxima aspiración un indulto a los corruptos como el que Menem otorgó a los militares genocidas. Todo con el argumento de que el país volará por los aires sin el perdón a los que nos pusieron al borde de volar por los aires.
Sin embargo, por más que Alfonsín y Menem trataran con sus leyes conciliadoras de frenar el golpismo militar, aún con todas ellas otorgadas, los militares siguieron insistiendo, hasta que se los reprimió con toda la fuerza de la democracia y entonces, ahora sí nunca más salieron de los cuarteles.
Del mismo modo, apenas asumió Néstor Kirchner la presidencia tomó dos decisiones trascendentales, quizá las más progresistas de toda la era K.
Decidió guillotinar la Corte Suprema de Justicia menemista, esa que tenía en su presidencia al socio de Carlos Menem en su estudio jurídico, en un país donde el Congreso estaba presidido por el hermano de Carlos. O sea, tres socios del mismo estudio dirigiendo los tres poderes de la Nación. En juicio sumario esa Corte fue reemplazada por otra infinitamente mejor.
A la vez, Kirchner decidió reabrir las causas contra los genocidas que las leyes de obediencia debida, punto final e indulto habían frenado, y desde entonces nadie dejó de recibir el merecido castigo por su responsabilidad en la masacre estatal de los años ‘70.
En ambos decisiones políticas hubo juristas que dijeron que no tenían sustento jurídico, pero lo cierto es que el derecho es una ciencia social y que siempre admite interpretaciones diversas mientras se respete su lógica básica.
Hoy, la sociedad, los ciudadanos de la república, piden enfáticamente dos cosas, del modo más simple posible: que los ladrones de los dineros de todos vayan presos y que devuelvan lo robado.
Pero paradójicamente son los mismos que a principios de siglo impusieron una Corte progresista y el juicio a los genocidas los que hoy se resisten a modificar las normas para castigar efectivamente a los corruptos, porque, lamentablemente, los progresistas de ayer son los corruptos de hoy. Eso es lo que vimos en la sesión del Senado Nacional del miércoles: una clase política defendiendo corporativamente a sus miembros acusados por la justicia, transformando al Senado en un aguantadero de la corrupción.