Los patrones de los pobres

Los patrones de los pobres

Por Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar

Desde que hace un par de semanas, Jorge Lanata mostró al “Polaquito” en su programa televisivo, una feroz andanada crítica se lanzó contra él, sostenida en gran medida por sus ex-compañeros de ruta de Página 12 como los dos Horacio: González y Verbitsky.  Todos en apoyo del militante del pobrismo, Juan Grabois, que decidió confrontar directamente con Lanata.

Para esa gente se trató, según sus propias palabras, de una batalla por “el sentido”, que en términos menos hipócritas significa pelear para ver quien se queda con los pobres, quienes tienen derecho a opinar sobre ellos y quiénes no. Exactamente igual que en el tema de los derechos humanos, un grupo de militantes e intelectuales pretenden apropiarse de ambas cuestiones como si fueran los dueños exclusivos de los pobres y los desaparecidos. Insinuando, mientras más avanzan en su pretensión hegemónica, que el resto de los opinantes somos, en menor o menor grado, cómplices de los ricos y/o de los represores.

Los patroncitos de los pobres no son expresiones de la sociedad civil que suplen las falencias del Estado cuando éste no es capaz de darle respuesta a la niñez desvalida o a los pobres de toda pobreza, sino que (salvo noblísimas excepciones de gente efectivamente ocupada de los pobres sin ningún interés particular más que el de hacer el bien) la mayoría  son ideólogos del pobrismo que lucran en ese espacio con sus concepciones sectarias, sus intereses clientelares y su ambición desnuda por el poder. Son, generalmente, asociaciones creadas en la última década a la luz de la miseria estructural que alcanzó sus extremos a partir de 2002 y que expresan los intereses más perversos de una sociedad que ha perdido su característica distintiva del último siglo: la movilidad social. Al desaparecer ésta, la pobreza en vez de recibir promotores para superarla, se cubre de lucradores de la misma.

Como La Tupac (la orga de Milagro Sala, de la cual no casualmente el supuesto defensor de los pobres y enemigo de Lanata, Juan Grabois, es también defensor) donde las viviendas que paga el Estado se le entregan a militantes, no se las escritura a sus nombres para que sigan militando, y se los lleva a actos donde muchos de ellos ni siquiera saben de qué se trata.

O La Salada donde se institucionaliza la economía de la marginalidad.

O Sueños Compartidos, donde personajes como los hermanos Schoklender encontraron la fórmula para hacerse ricos con un combinado de pobrismo y derechos humanos, ante la mirada impasible de Hebe de Bonadini, que no por lucro sino por ideología toleró a esos personajes hasta que no pudo protegerlos más.

Estas tres son apenas las más visibles de una serie innumerable de agrupaciones que comparten una lógica muy alejada de la de ayudar a salir de la miseria a los pobres, sino la de intentar, en el mejor de los casos, hacerla más tolerable. En los más bien intencionados de estos supuestos militantes subyace la ideología de que el pobre es el único ser humano bueno, entonces tiene que seguir siendo pobre (y el militante, si no lo es, adoptar un estilo de vida con pose de pobre). Otros, los más, a esto le suman el interés de controlar a los pobres porque se trata de una forma muy concreta de acumular poder.  Detrás de un concepción disfrazada de solidaridad se esconde un negocio ideológico y material.

No es lo que en las décadas del 60 y del 70 hacía el Padre Mujica aunque éstos digan ser sus herederos. Porque Mujica luchaba por la promoción de los pobres en una sociedad de movilidad social. Quería sacarlos en serio de la pobreza. Por eso dicho sacerdote noblemente intencionado fue asesinado por el choque de las balas entre dos sectores que lo condenaron por igual: los que querían ideologizar la pobreza y usarla de carne de cañón para hacer su revolución, versus los represores que querían exterminarlos a todos.

Hoy, sin movilidad social, a los Mujica los reemplazan, en una clara decadencia, los que apuestan al manejo de los pobres para ver quien los aprovecha mejor. Y eso está en el fondo de la pelea por el Polaquito. Muchos se apoyan en la Iglesia para hacer valer sus concepciones, pero más que una teología de la liberación, tienen una teología del control social.

Quien mejor expresa esta concepción desde el punto de vista ideológico - porque desde el punto de vista personal se trata de una persona honesta- es Horacio González (el ex director K de la Biblioteca Nacional) cuando dice que en su pelea con Lanata, Grabois se metió “en el corazón del Leviatán con una conciencia militante”. Y califica la labor de esos militantes como “investigadores de pedagogías alternativas” en lucha contra la pobreza.

Observe el lector que González no habla de políticas sociales sino de pedagogías alternativas, porque lo suyo no es colaborar para mitigar la pobreza allí donde el Estado no actúa, sino el de incorporar en las villas una ideología, una pedagogía alternativa, vale decir, bajar línea mucho más que hacer solidaridad. Lo que pasa es que junto a los que le quieren meter sus concepciones a los pobres avanzan también los clientelistas, que son los que a la postre se quedan con todo, haciendo de la miseria un negocio y de su perpetuación un negocio aún mayor. La marginalidad hoy ha sido cooptada por los vividores tipo La Salada justificados por los que se creen Cristos redivivos buscando inculcar su catecismo ideológico en vez de ayudar al progreso material de los pobres.

Sin quererlo, Lanata se enfrentó con esta concepción que dice que los Polaquitos no expresan el contexto, que son apenas excepciones que se las expone para así bajar la edad de imputabilidad de los menores. Cosa que evidentemente muchos desean, pero no precisamente por Lanata.

Lo valioso de Lanata no es su espíritu de showman (que evidentemente  posee y es lo que lo hace tan televisivo) sino que cuando trata estos temas tiene una habilidad excepcional, intuitiva, para descubrir personalidades que expresan conceptos generales. Cuando mostró, en 2002 a Barbarita Flores, la chica que lloraba de hambre, hizo que la sociedad argentina entera supiera qué significaba para los humildes la implosión del país luego de la caída de De la Rúa. Cuando en 2013 mostró a Marisa González, la mujer formoseña que junto a sus hijos tenían hambre de agua, expuso ante el país lo que significaba el caudillismo populista en las provincias  feudalizadas del Norte. Y luego, nadie salvo los bolsos de López, mostraron como él la expresión concreta de la corrupción con las confesiones de Elaskar y Fariña.

En todos estos casos lo acusaron de todo. Le dijeron que fabulaba, que inventaba, que lucraba con la pobreza, que compraba a corruptos para que dijeran lo que el quería, etc, etc. Lo mismo le ocurre ahora con el Polaquito, con la peculiaridad que esta vez fue un alzamiento de todos los que se creen patrones de los pobres contra quien suponen se metió en su negocio. Quienes creen que mostrar la pobreza es estigmatizante, como Kicillof, son los que no quieren cambiar nada.

Tanto Barbarita en 2002 como el Polaquito en 2017 son arquetipos, son altamente simbólicos de una cruda realidad social que expresan sin mediaciones. Su relato es real, no inventado. Vale decir, es lo que el niño sinceramente cree, aunque combine verdades con mentiras si se lo juzga desde la óptica de un adulto. Por un lado, cuando ve televisión el Polaquito se siente un héroe de los que salen en el canal de Disney que él mira como todo niño. Pero por el otro tiene como ídolos a los delincuentes mayores que fueron líderes de las pandillas en las que tarde o temprano él terminará, si no lo matan antes o el Estado no lo recupera como parece hacerlo luego de lo de Lanata. El Polaquito cuenta como nadie lo que hace el paco en el cerebro de los jóvenes y expresa de modo terrible pero certero los terribles efectos de la pobreza cuando linda con la marginalidad y la miseria y está absolutamente alejada de todo posibilidad mediata o inmediata de poder salir de estos territorios ingratos.

Solo los insensibles y los malvados pueden creer que lo del Polaquito, tal cual se lo vio, se arregla punitivamente. Porque Lanata mostró a un ser humano imposibilitado de conquistar su libertad por las circunstancias sociales. Acá se necesitan políticas especiales para ese sector social etario, porque no pueden estar en la calle, ni pueden estar en la cárcel, ni pueden ser pasto de cultivo de las Tupac. Ni morir en manos de los mano dura.

El Polaquito es la Argentina del 2017, es la cara que no queremos ver. Es el precipicio que recorren un tercio de nuestros semejantes de todas las edades y la mitad de los niños. No van a desaparecer por más que los ocultemos o los reprimamos. Y si no los rescatamos nos quedaremos sin país.

El Polaquito es aquel niño llamado Polín que contó Leonardo Favio en su “Crónica de un niño solo” rememorando su infancia pobre. O el que apareció en las más grandes historias del cine que reflejaron la realidad de los chicos abandonados de la mano de dios y del hombre.  Es impresionante ver la similitud entre lo que narra el film “Los olvidados” de Luis Buñuel sobre la pobreza en México hace 70 años, con lo que el Polaquito nos dice sobre la Argentina siglo XXI.

En síntesis, el programa de Lanata y sus repercusiones posteriores con la triste puesta en escena del Polaquito, más que una privación a la intimidad de un menor, lo que hizo fue asestarle  un duro golpe al hipocresismo pobrista que se cree dueño de los pobres pero también al manodurismo que muestra al pobre como un monstruo. Lanata humanizó al pibe en toda su complejidad; solo un perverso puede creer que ese chico nació así, y solo alguien aún más perverso aún puede no sentir compasión por el dolor que produce la miseria. A esos pibes hay que ayudarlos a esa edad porque después ya será tarde. No es bajar la edad de imputabilidad, sino bajar el Estado a los sitios y los chicos que ha abandonado.

PD: Una mención especial para la que en mi opinión es la mejor nota de las tantas que se escribieron sobre este tema. Su autor es nuestro columnista Julio Bárbaro, quien en Infobae tituló su columna: “Lanata y Grabois: sus miradas son antagónicas, pero ambos persiguen el bien común”. No comparto todas las apreciaciones de Bárbaro, pero eso lo honra aún más, porque su intento de pelear desesperadamente contra la grieta que nos tiene enfermos a casi todos, es realmente valioso, sincero y sentido. Lo cierto es que Bárbaro nos hizo recordar que nada sería más importante para los argentinos, que empezar a unirnos a partir de la lucha contra la pobreza y la miseria, aunque en las demás cosas nos sigamos peleando. Y eso se agradece.

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