"¿Han visto un estafador más grande que Bugs Bunny? Fue el modelo de muchos chicos y generaciones. Fue un modelo de gran promoción del individualismo. El individualismo del vivo que pesaba por sobre el otro, por el que necesitaba. El Coyote necesitaba comer un Correcaminos, y el Correcaminos era un vivo y al Coyote le hacía explotar todas las trampas a él. Entonces el Coyote quedaba maltrecho y el Correcaminos disfrutaba de su viveza. ¿Cuál era el modelo a seguir? ¿El del Coyote que buscaba comida o el del Correcaminos que era un vivo que siempre pasaba por arriba al Coyote?".
Alberto Fernández, presidente electo e inesperado semiólogo aficionado.
Durante gran parte del siglo XX no fueron pocos los que pensaron que las formas modernas de comunicación y entretenimiento, como el cine, los medios (diarios, radio, tevé) o incluso las historietas, fueron creadas como estrategias de dominación de los países más poderosos (el imperio norteamericano) para lavar la mente de aquellos a los que se quería dominar.
Ya en los primeros tiempos de la revolución rusa, León Trotsky proponía utilizar las potencialidades del cine para el lavado de cerebro de las masas, pero a favor de la revolución. Se trataba de prohibir el cine norteamericano en Rusia y remplazarlo por uno soviético absolutamente adoctrinado que, a la vez que contribuyera a crear el “hombre nuevo”, alejara al pueblo de la taberna y de la Iglesia.
Desde entonces, en nombre de la crítica a la dominación imperial de las mentes, tanto el marxismo soviético como en sus antípodas ideológicas, el nazismo alemán, vieron en los medios de comunicación su aliado favorito para inculcar la doctrina oficial identificando nada sutilmente a los buenos con los suyos y a los malos con los otros.
La izquierda occidental, por su lado -menos guaranga que los totalitarismos, pero también maniquea- libró su lucha por la hegemonía cultural criticando a los personajes de ficción creados en los Estados Unidos, llegando en los años 60 y 70, en plena revolución cultural, a interpretar los superhéroes de las historietas como un ejército invasor del imperio que buscaba exterminar la libertad del cerebro de los pueblos dominados y/o explotados del tercer mundo.
El libro “Para leer al Pato Donald” de Armand Mattelart y Ariel Dorfman, de 1972, fue el gran texto latinoamericano que extendió esas teorías por estos pagos, a las que Alberto Fernández pretende revivir sacando la naftalina que las protegía de su desaparición, por la infinita antigualla de sus conceptualizaciones.
Años después, en los 80 y 90 aparecieron las teorías del receptor, mucho más sutiles, donde no sólo se analizaba lo que los medios hacían con las personas sino lo que las personas hacían con los medios. De cómo el mercado cultural se orientaba de acuerdo a los requerimientos de las masas que tenían sus propias ideas acerca de lo que les gustaba y de lo que no. Que no eran meros sujetos pasivos de recepción de lavados de cerebro, sino que tenían su particular menú de opciones.
Con el tiempo, ya entrado el siglo XXI, tanto las teorías de la oferta imperialista como la del receptor crítico darían lugar a ideas más científicas por las cuales se demostraría que la sociedad hace propias, de acuerdo a sus específicos requerimientos, las criaturas de la ficción. Existe una interacción donde nadie domina ni nadie es dominado, sino que dichas ficciones para algunos satisfacen sus ansias de consumo o de espectáculo y para otros, sus gustos artísticos. Lo consumido se agota luego de consumido pero lo más valioso se prolonga mucho más allá y pisa los caminos del arte, muy por encima de las intenciones que hayan tenido sus creadores cuando los hicieron.
En el cine fue Steven Spielberg uno de los que mejor expresó esas nuevas ideas, cuando se constituyó en el continuador y superador de Walt Disney al demostrar que en la historia, lo que había quedado de gran creador de dibujos animados era su arte mientras que su ideología “imperial” se había diluido en el espíritu de los tiempos. Lo trascendente triunfando sobre lo efímero.
Pero hubo un sector de la izquierda nostálgica que, pese a los innegables progresos en la interpretación menos maniquea de las producciones culturales de masas, se quedó con lo efímero y todavía, como los japoneses que siguieron librando su propia guerra luego de que ésta había terminado, ellos siguen combatiendo contra el imperialismo, acusando de ser sus más crueles secuaces al Pato Donald o a Bugs Bunny. Para colmo, nos enteramos de que el verdadero héroe era el Coyote y el auténtico villano era el Correcaminos, porque el Coyote es un luchador nacional y popular que lo único que quiere es comer, algo que le impide el neoliberalismo. El Correcaminos es un mariner imperial que no sólo se resiste a dejarse comer por el pobre Coyote sino que, además, se burla de sus intentos frustrados.
La misma lógica que convirtió a una de las más grandes y universales de las historietas argentinas, “El Eternauta” de Héctor G. Oesterheld, nada más que en un pasquín rebautizado como “El Nestornauta”, que puso el arte al servicio de la facción partidaria.
Quizá la misma que en los años 70 consideraba al cacique Patoruzú como una expresión del conservadurismo oligárquico argentino por ser el indio dueño de media Patagonia (aunque después otros intentarían hacer lo mismo pero no desde la ficción sino desde la realidad, y no desde el conservadurismo sino desde el progresismo), además de aliado de los militares como el coronel Cañones, en contra de su sobrino Isidoro.
Hoy, en la nueva interpretación semiológica, así como el Coyote es el héroe y el Correcaminos es el villano, la crítica al oligarca Patoruzú se convertiría en la defensa de Isidoro Cañones, sobre todo de su perfecta encarnación en Amado Boudou, héroe nacional y popular, preso político de la oligarquía y del imperio. Un modelo a seguir. Y a liberar.