Su trabajo tiene, en primer lugar, el mérito de filtrar elementos plásticos expresionistas y grotescos en el género infantil, enriqueciéndolo saludablemente. Junto a su mujer, Lara Dombret, compone un tándem creativo cuyos frutos pueden verse en numerosos libros para chicos y revistas como Genios. También ha animaciones para señales internacionales como Nickelodeon o Cartoon Network. Elocuente, divertido y notablemente versado en su metié, Matías Trillo conversó con Los Andes larga, distendida y generosamente. El recuerdo de su padre, Carlos Trillo, la influencia de su madre, Ema Wolf, y un anecdotario florido que otorga una mirada inteligente y desprejuiciada del universo gráfico argentino.
-Tu mamá es la gran escritora Ema Wolf y tu viejo, Carlos Trillo, fue uno de los más queridos guionistas de historietas argentinos. ¿Cuál es el legado de ellos, si puede resumirse en una respuesta, para tu actividad?
-En mi familia nunca se habló de trabajo. Me enteraba de un libro de ellos sólo si de casualidad me cruzaba con una copia impresa. Claro que las películas que ellos veían, la literatura de su biblioteca, el humor que usábamos entre nosotros, hay una parte del juicio de gusto que se hereda, casi que no hay manera de escapar. Sí me recuerdo de muy chico leyendo una historieta de mi viejo que se llamaba Marco Mono, que me alucinaba, pero además porque lo veíamos dibujarla a Enrique Breccia que era un prodigio y que nos hacía unos dibujitos con los que nos cagábamos de risa y de los todavía atesoro algunos casi 40 años después. Mis viejos han sido personas discretas, en todo caso el legado ha sido poner a mi disposición toneladas de libros y revistas para que yo leyera o mirara lo que se me ocurra.
-En tu trabajo hay elementos plásticos expresionistas, hay grotesco... sin embargo, la mayor parte de tu producción se concentra en ilustrar libros y revistas para chicos. ¿Es una suerte de contrabando deliberado, o te sale así, sin más?
-Sale así. Aunque en los encargos a veces por impericia hay géneros muy solemnes o descriptivos que me cuestan. Si no puedo rechazarlos, camuflo mi torpeza tomándolos con menos solemnidad de la que debería. Aprovecho para pedir perdón. No podría ilustrar cosas del estilo épico de Tolkien, o una ciencia ficción muy dura dirigida a un público adolescente. Hay colegas que lo hacen maravillosamente, pero a mí me tirarían tomates. (Risas)
Hablemos de técnicas
“Suponete que quiero dibujar un botellero arriba de su carro -explica el autor-. Si lo hiciera en un estilo naturalista, además de aburrirme me saldría como el culo, entonces voy sumando formas básicas, un cubo como cabeza, un prisma de nariz, etc., lo esencial y mínimo como para que vos veas un tipo arriba de un carro. Después, mirando el boceto lo llevo al espacio virtual de un software 3D con una plantilla, y lo rearmo pero plegándolo, porque mi noción de modelado de polígonos 3D es rupestre. De esta manera consigo hacer un tipo en un carro creíble, en un tiempo razonable, y, como me gusta el dibujo animado, tengo el plus de poder agregarle en un futuro, por ejemplo, unos regios melones al carromato, o de ponerlo a andar rápidamente para que esos melones se acomoden si la situación lo amerita. Los modos de representación más originales salen a veces del intento por esquivar una limitación o son los hijos azarosos de una pereza. Por eso, para poder avanzar hasta el hueso en algo hay saberes que hay que estar dispuesto a ir sacrificando.
-¿Cómo explicás tu elección por lo visual como medio? ¿Hubo algo que consideres determinante?
-Es un poco lo que te decía de la casa de mis viejos. Calculo que como todos los chicos dibujan, casi que fue lo primero que interpreté como un oficio. A los libros de El Bosco, Bacon o Rackham, o revistas como Mengano, El Péndulo o Makoki, se le sumaba la lista de dibujantes talentosísimos que andaban por ahí cuando yo era chico, o por amistad o porque mis viejos trabajaban con ellos, como los Breccia, Domingo Mandrafina, Carlos Nine, el querido Bebe Ciupiak, Tabaré, Fortín, y un larguísimo etcétera de monstruos. Hasta los cuadros en las paredes eran originales de Ferro, Fontanarrosa, Rep, el Bebe, Oski, Limura, Bróccoli, Bernet, etc., todos dibujantes. También había unos muy grandes de Popeye, un Torpedo con un chumbo, unos fragmentitos del Corto Maltés ampliados preciosos, o una mina enorme de Will Eisner. Recuerdo como una rareza una reproducción grande de una pintura, creo que era de Paul Klee, muy abstracta y con mucho rojo, que nunca supimos si estaba cabeza abajo así que cada tanto la girábamos. Mi viejo, que era daltónico y no veía los rojos (calculo que tampoco vería la pintura), en algún momento decidió que ya estaba muy cachuza y la tiró a la basura. Como 15 años después me encuentro idéntica reproducción, mismo tamaño y mismo bastidor, colgada en la sala de preceptores de Bellas Artes. Les dije con total seguridad que esa pintura estaba al revés, y los tipos, después de mirarla un poco, asintieron y la dieron vuelta. (Risas)
-¿Alguna vez dibujaste una historieta? De haberla hecho, no es habitual en tu producción...
-No. En Argentina ha habido dibujantes tan buenos en ese rubro que una historieta mal dibujada se vería desde la luna. Hice hace años por encargo una de aventuras con un pirata que se llamaba Pete, “The adventures of Pirate Pete”, para unos manuales de inglés de Richmond de España. Quedé razonablemente conforme pero era una estafa. Pagaban la página lo mismo que por una viñeta de morondanga. Hacer aquel Pete resultó un trabajo insalubre. (Risas)
-¿Tuviste estudios formales como plástico? ¿Creés que la formación es fundamental y el amteurismo te parece válido?
-Absolutamente válido, J. L.Salinas era autodidacta, Francis Bacon también. Listo. Yo egresé como profesor de pintura de la Escuela de Bellas Artes Pueyrredón, pero esto es un oficio. Jamás un editor o director de arte te va a pedir el título. Van a mirar tu carpeta. Tiene sentido si vas a dar clases para no sentirte medio chantapufi, o si querés zambullirte en el mundo de las becas, los circuitos de arte conceptual o las galerías, frente a los que necesitás acreditar que el chimpancé disecado con Ray-Bans y una sopapa que les llevás es arte y no una broma de mal gusto. Mirá, yo pasé tres años estudiando antropología en la UBA. Fueron mucho más enriquecedores, a la hora de pensar mi trabajo, los 20 años de charlas con mis amigos antropólogos, y aquellas remotas clases sobre el animismo, el potlatch, o las desventuras de Malinowski en los matriarcados del Pacífico Sur, que los estudios sobre la vida y obra de los hermanos Carracci o las diez mil horas dibujando bodegones. Lógicamente toda formación es muy valiosa, pero no necesariamente tiene que estar dentro del campo. Quizás puedas ajustar mejor los colores, pero si pintás mucho no es nada que con el tiempo no desarrolles. Este es un trabajo que se hace con el balero. Además, en general, la exigencia técnica tampoco era tan alta. Recuerdo que por eso hubo un tiempo en que me anoté a estudiar con el bebe Ciupiak, pero como era amigo nos pasábamos la tarde hablando de internas de la SIDE, armas, o de afamados dibujantes cagadores, que eran algunos de los temas que lo apasionaban.(Risas)
-¿Qué pensás de la tensión actual que existe entre el diseño gráfico y la ilustración como la conocíamos habitualmente (antes los ilustradores eran dibujantes y ahora son más que nada diseñadores gráficos)
-No debería haberla, ambas son artes aplicadas. Sí existe una tensión entre las artes aplicadas y las Bellas Artes que es más vieja que el viento pero que perdura, y que es parecida a la que hay entre arte-mercado, y que cada tanto suele agudizarse por motivos sociopolíticos. Yo arranco a estudiar en el año 90, en el contexto del derrumbe del muro, eran best-seller las gansadas de Fukuyama, todo aquello del mercado voraz y sin riendas que parecía a punto de devorarse hasta las miguitas de todo lo que oliese a Humanismo. Tanto en Filo, donde proliferaban como hongos agrupaciones anarquistas o de ultra-izquierda que parecían sectas milenaristas o cuadrillas de alucinados salidos de un cuento de Arlt, como también en Bellas Artes, se señalaba el boom de la carrera de diseño gráfico (a la que ingresó en esos años un ejército de pibes que el marcado ni remotamente podría absorber) como si se tratara de un síntoma de la peste. La ilustración, la historieta o el humor gráfico tampoco entraban mucho a Bellas Artes, pero como a veces están ligadas a la literatura o a formas de resistencia, caminaban por un carril todavía respetable. Se asociaba el diseño a un oficio con demasiada fe en el mundo, complaciente, ligado a la publicidad, a la moda, o al mundo del marketing, todo muy al servicio de un sistema que en realidad había que dinamitar cuanto antes. No tenía necesariamente porqué ser así pero existía esa percepción ahí adentro. Quizás las sectas de Filo se salteaban a Rodchenko, pero por suerte en diseño gráfico no les machacaban con el “ars gratia artis”, “la finalidad sin fin” o “lo Sublime” como a nosotros, y muchos de los mejores diseñadores gráficos, pongo a Christian Montenegro de ejemplo, son también algunos de los más originales ilustradores que hay. Se puede diseñar, ilustrar, animar, melonear un novedoso packaging de gofio o pintar al rey de Inglaterra, y aún así hacerse de un rato para dinamitar el mundo o desarrollar en libertad una obra personalísima y de calidad, que quizás no te dé un sope pero te va a permitir divertirte y respirar por un instante por fuera de los engranajes del mercado. Es obvio que aquel que crea que su laboriosa ilustración para un aviso de detergente colgará un día junto a “La parábola de los ciegos” de Brueghel, está completamente loco, y tiene que saber que eso que conocemos como Arte Publicitario se le arrima bastante a un oxímoron.
-También trabajás en pareja con tu mujer Lara Dombret. ¿Cómo es la mecánica de producción de una obra, en esos casos?
-Sí. Lara es una de las maravillas del mundo. Hacemos juntos unos trabajos volumétricos para chicos con mucho detalle que son batallas encarnizadas, con gritos, escupitajos, aunque con el tiempo pudimos organizar no tanto una cadena de montaje fordista, que es mi sueño, pero sí incorporar una especie de división social del trabajo. Generalmente hay consenso cuando la propuesta de uno es visiblemente mejor que la del otro, pero siempre hay que argumentar. Las anécdotas y composiciones las pensamos entre los dos, con bocetos en lápiz que suelo hacer yo. También me puedo encargar de 3D básicos, algún bichito, objetos de forma muy elemental, pero los elementos difíciles los modela ella porque es una experta. La joda de lo híper-tecnológico está en evitar que el dibujo pierda del todo la dimensión humana. Hemos tardado más de una semana en hacer un solo dibujo, y en general se decide que está terminado 4 segundos antes de la hora de entrega.
-¿Cómo es trabajar para chicos?
-Reconozco que para los chiquitines es para quienes más me esfuerzo, pero solo porque se trata de un público impiadoso, grosero y envilecido, que al mínimo traspié no va a dudar en revolearte tu dibujo por la cabeza, hacerte gestos por debajo de su cintura o, en el mejor de los casos, dedicarte una pedorreta infamante. No hablaría de orgullo, es más bien como que no tengo salida. (Risas)