Por Leonardo Rearte - Editor del suplemento Cultura y de la sección Estilo
1. La historia de Kevin Carter es la historia de un fotógrafo que amó la fotografía y odió a una foto.
Es una historia trunca; porque fue justamente la imagen que tanto detestó la que lo bañó de fama, la que le permitió ganar un Pulitzer... Y fue la foto que lo mató.
Para contar esta historia hay que saber que Carter era un sudafricano blanco (con todos los privilegios que esto traía en los años previos a Mandela), inteligente, veloz, joven. Respiraba periodismo. Supo, entre el zigzagueo de las balas, definir fotos dramáticas.
Sabía contar aquello que veía: la guerra, el hambre, la soledad del condenado a muerte. Lo hacía de la manera más feroz. Creía que para conmover al lector, él no debía conmoverse.
En 1993 su vida hizo, literalmente un click. En Sudán se topó con un niño, Kong Nyong, que de tanto hambre, no podía caminar. La escoltaba un buitre, en burda metáfora de la parca. Allí se quedó Carter, varios minutos, en silencio, apuntando con su cámara.
Esperaba el momento exacto en el que el buitre alzara las alas, para componer la foto perfecta. No sucedió, por lo que el fotógrafo debió conformarse con una imagen estéticamente "más pobre". Ese click igual fue portada del New York Times y, tres meses después, pasaporte al Premio Pulitzer. Fue el disparador también de varias preguntas que el propio Carter nunca pudo responder. ¿Qué fue del niño?
¿No era lo indicado dejar la cámara y ayudar?
Lo cierto es que, en Sudán, el hombre de prensa sacó la foto y partió. Y fue duramente criticado por su pasividad (como si difundir tamaño infierno no alcanzase para nada). Con el tiempo, cuando la adrenalina periodística bajó, Carter odió esa foto, odió los premios y se odió.
Una tarde de 1994, estacionó su camioneta, enchufó una manguera en el caño de escape, puso música a todo volumen, e inhaló monóxido de carbono hasta dejar de escuchar todas esas preguntas.
2. Hace algunas horas volvimos a ver en una fotografía, el naufragio de la humanidad.
El plano de la imagen es frío, perturbador: un niño de tres años yace en las arenas de Bodrum (Turquía), está como dormido, al abrigo de las olas, como sintiendo el pulso ahogado del suelo. Muerto él y muerto la Tierra.
El buitre allí vendría a ser la guerra en Siria. Y el silencio proviene de Europa, que le da la espalda al problema de la inmigración en general y de los refugiados en particular.
¿Qué había sucedido horas antes? Dos botes con 14 sirios que huían del terror de su país, que buscaban llegar clandestinamente a Grecia, se dio vuelta.
Se llamaba Aylan Kurdi, y la foto fue tomada por Nilufer Demir, una joven profesional de la agencia de noticias turca Dogan. Luego, la toma fue meme de internet (como se llama ahora a todo aquello que se viraliza. Sean las partes de Kardashian o un bebé que murió sin entender por qué).
Su hermano y su mamá también perecieron, por navegar de urgencia, con hambre, sin salvavidas, y sin ningún estado que quiera darles protección. Sólo sobrevivió el papá, al que no se lo ha visto de otra manera en los medios del mundo que llorando, como debe ser.
Vuelven las preguntas: ¿es justo caerle a aquel o a este fotógrafo con reparos éticos? ¿Hasta qué punto es hipócrita el debate acerca de si los medios tienen o no tienen que imprimir estas fotos? Porque más allá de lo que opinemos vos y yo, estos casos “existen” para el mundo, tienen rostro, muestran sus ojos negros como el abismo, gracias a esos fotoperiodistas.
Y rescatar a las víctimas de la indiferencia es, un poco, rescatarlas de otra muerte.