En la última década asistimos a un crecimiento del gasto estatal con fines sociales en la región latinoamericana. Este incremento es inicialmente una respuesta de los Estados al aumento de la desocupación y la pobreza en los años ’90 y la crisis (económica y política) de inicio del nuevo siglo. A pesar de haber sido la bandera de gobiernos progresistas, la realidad indica que es un fenómeno general que engloba a gobiernos de distintos colores. Por ejemplo, en Colombia el gasto social por habitante creció el 78% entre 2000 y 2012; en México, el 122% entre 1991 y 2012 y en Perú, entre 1999 y 2012, el 92%.
Una parte de este gasto se materializa en políticas de asistencia a partir de la transferencia de ingresos: Asignación Universal por Hijo en Argentina, Bolsa Familia en Brasil, Bono Madre Niño-Niña Juana Azurduy y Juancito Pinto en Bolivia, por mencionar algunas de ellas. En 2010, el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo estimó la presencia de al menos 19 políticas de transferencia de ingresos (PTI) en América Latina y El Caribe. Mientras en 2000, las mismas beneficiaban al 5,7% de la población total de la región, en 2012 asistieron al 21,1%, es decir aproximadamente a 127 millones de personas.
Se estima que la pobreza en América Latina disminuyó del 44,9% en 2002 al 27,9% en 2013. La explicación de esta caída se encuentra fundamentalmente en el ciclo de crecimiento de empleo que experimentó la región. La caída de desempleo, sin embargo, vino asociada a la consolidación del empleo precario y los bajos salarios. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo, en 2012 la tasa de informalidad y empleo no registrado en América Latina era del 47,7% y el 6,5% de la población ocupada de la región se encontraba en situación de pobreza.
Es así que las PTI han devenido mayormente un complemento del salario para la población asistida, operando como un subsidio a las empresas privadas que pueden disminuir costos al utilizar una fuerza de trabajo abaratada. Cumplen un papel en la reproducción de la vida de esta población, pero en condiciones miserables. De hecho, el bajo monto de las transferencias realizadas permitió sobre todo modificar los indicadores de pobreza extrema (indigencia).
Allí donde el desempleo se ha manifestado persistente, por ejemplo entre los obreros más jóvenes, se implementaron políticas de transferencias específicas: el Estado argentino implementó el plan Jóvenes con Más y Mejor Trabajo; en Bolivia, se impulsó el plan Mi Primer Empleo Digno y en México, el Jóvenes con Oportunidades.
El abaratamiento de la fuerza de trabajo para las empresas privadas es parcialmente subsidiado por el Estado a través de las transferencias directas de ingresos. Este subsidio rige además para los obreros jubilados que son beneficiados a partir del gasto en pensiones sociales no contributivas, fundamentalmente destinadas a quienes perciben haberes mínimos o que carecen de él. Se estima que más de 14 millones de personas de 65 años y más reciben estas pensiones en la región de América Latina y El Caribe. Pero, al igual que las PTI anteriores, los recursos destinados a esta población siguen siendo escasos para las necesidades crecientes.
Si bien tendencialmente el gasto crece, en momentos de crisis aguda tiende a disminuir, como ocurrió en 1989 y 2001. Los datos existentes permiten observar que la crisis de 2009 tuvo un impacto en una caída del gasto social. Por ejemplo, en Chile, Venezuela y Colombia el gasto social como porcentaje del gasto total comenzó a contraerse hasta por lo menos 2012 (momento hasta el que se dispone de información para estos países; para Argentina no hay cifras posteriores a 2009).
El actual estancamiento relativo de la actividad económica en la región de América Latina, motorizado en algunos países por la disminución de los precios de las materias primas y la escasez de renta, coloca sobre la mesa nuevamente los problemas del desempleo y la pobreza. Ante esta situación queda al descubierto que el verdadero interés de los gobiernos latinoamericanos, aun los denominados progresistas, es priorizar el bienestar de las empresas en detrimento de las condiciones de vida de los trabajadores. Los obreros deben confiar en sus propias fuerzas para revertir las condiciones que los llevan a la miseria.