Los Lorenzo: una familia de palabras

Reflexión, desasosiego, trascendencia, temas comunes para una poética de tono íntimo que parece compartir el mismo ADN.

Los Lorenzo: una familia de palabras
Los Lorenzo: una familia de palabras

¿Será acaso la sensibilidad un dato genético? Lo desconozco. ¿Puede el pulso poético transmitirse, heredarse o peor aún, enseñarse? Juro que me intriga. Especialmente cuando con visión panorámica y perspectiva se analizan -casi al azar- los textos de un consagrado, Fernando Lorenzo (1924-1997); de su hijo cantautor y docente, Ramiro, y de Isabel (hermana de Fernando y por ende, tía de Ramiro).

El poeta Julio González -perfecto conocedor de ese universo íntimo que vincula la tradición familiar con la producción artística y específicamente literaria- asegura que hay allí un trasvase de obsesiones, un enfoque común, una fibra que vibra con ritmos más profundos que los de una concepción poética compartida. Hay allí una muestra, con distintos perfiles, de una misma argamasa.

González se toma el trabajo de curador y argumenta con los textos incluidos en esta nota, especialmente seleccionados para Estilo. Probablemente haya que creerle.

Fernando se destacó en la poesía y la dramaturgia. Su cosmovisión excedió el regionalismo aunque lo contenga, y fue tal vez el paradigma del escritor moderno posible en el siglo XX, ése que era factible hallar a la vuelta de la esquina, o en el café más próximo. Irónico, sarcástico, profundamente humanista, fue punto de quiebre en la tradición literaria local y su obra todavía merece más estudio y difusión que la acontecida.

Ramiro tomó su guitarra y armó sus valijas rumbo al Sur y volvió cada vez que pudo a musicalizar y compartir espectáculos con Fernando. Entre otros, las cantatas Latinoamericana e Hijos del mar.

Los Lorenzo nos devuelven una geografía en la que el acantilado es acaso el paisaje que mejor los define.

En escena, la tensión padre-hijo terminaba siendo un vínculo de potenciación artística que nos devolvía a otro Fernando, más teatral y afectuoso que el iconoclasta de rutina, y en el que el amor filial no era necesario ni siquiera ser insinuado para que la magia se produjera.

Isabel ha luchado siempre contra su cercanía de poetas (los familiares y los colegas que siempre revolotean en busca de sus pares) y se ha animado a mostrar sus textos con la timidez de una principiante.

Su trabajo muestra sensible hondura, un personal humor, pero también una fluidez desbordada de imágenes y versos que buscan encadenarse para contar la desazón del mundo, la intemperie de los hombres que no por remanida deja de ser un tópico siempre posible de revisitar, si -como en el caso de Isabel- el verso urde nuevas preguntas para viejos misterios.

Juego de palabras o trasfondo familiar, los Lorenzo nos devuelven una geografía en la que el acantilado es acaso el paisaje que mejor define a los tres.

Frente a él, la inmensidad de ese todo eterno que nunca seremos, apenas la fugacidad de ese momento, desafiante y absurdo en el que cabría el silencio pero que al que los poetas desobedecen para poner palabras donde todos los demás se quedan mudos. Celebremos entonces.

"El universo" - de Fernando Lorenzo

¿Quién ahoga, entre sus manos
ese polvo de cordillera,
ese llanto que se interrumpe
una vez
cada siglo? - ¿dos, tres veces cada 
[siglo?
Somos nosotros; estamos todos; 
[hemos sido
convocados al universo;
un río entre paredes casi negras,
una canción hablada por los muertos,
un violín con las alas desplegadas,
un tren que llega, una magnolia echada
incubando seis rosas amarillas.

Éste es el Universo, estamos todos.
Lejanas guerras, honda arquitectura,
dos mil ballenas masticando barcos
olvidados.
Entre Caín y Abel bosteza un tigre,
sonidos caen de un árbol,
entre los mundos un caballo blanco,
entre tantos caballos uno llega,
uno llega a la luna y lo reciben
los caballos que parten en ese 
[momento
para Marte,
llenos de supersónicos relinchos…

Es la hora. Estamos
en el Universo,
asomados a cubierta,
estamos todos;
una moneda viene rodando debajo
de la mesa,
desde hace dos mil años rueda 
[que te rueda
y no para. Tengo mi pasaporte
completamente empapado
por el ruido de los aviones y las olas,
que desde ayer han comenzado 
[a desenmarañarse
en el océano Atlántico.
Es el día, es la hora, este reloj
es un anciano que ya se muere.
Este reloj que me lo ha dado todo,
que me ha cuidado como un padre
que me despide como si 
partiera al colegio
cuando en verdad parto mucho más.
¿Saben ustedes adónde parto?
Parto muy lejos.
¿Saben ustedes dónde? Muy lejos.
¿Saben dónde? Lejos.
¿Saben?
Estamos todos. El agua del Pacífico
se ha calentado.
Tengo los bolsillos llenos de
[pañuelos empapados,
y en cada pañuelo,
un átomo escondido
bien envuelto, por si enfría el mundo
y somos devorados por esta primavera.
Estamos todos. Nadie falta. El agua
del Pacífico está hirviendo.
Estamos probando nuevas luces
cerca de los motores que zumban
arrojamos globos y besos.
El capitán ha entrado con su gente
y las montañas se han echado a descansar, y nosotros,
que todo lo comprendemos,
las animamos a que sigan.
Por fin, sobre el lomo de la más alta
Paso mi mano trémula,
y la acaricio largamente, largamente, largamente…

Mientras a nuestros pies el Universo
despierta.
Abre los ojos,
y comienza de nuevo a girar.

Día de contrición - de Ramiro Lorenzo

He muerto a mis nombres antiguos. He muerto a mis hijos y a mis padres. He muerto a este país de sufrimientos inútiles.

He perecido a los amores imposibles y efímeros. He muerto en los dioses heredados, en los maestros iluminados, a las bondades entronizadas.

He muerto a los altares disciplinados, a los cultos, a los chamanes, a los demonios agazapados.

He muerto, no me busquen, no me encontrarán, he desaparecido entre la niebla del cerro, entre la penumbra de los istmos, me he fugado, al sitio donde no hay retorno ni desventura.

He muerto si, para mí mismo, ya no me he encontrado en mi morada, ya no estoy ahí donde antes estaba, ni saludo a la misma cara de la mañana.

No hay sitio ni refugio, no hay cama caliente ni migajas, los leños del fogón se han agotado de quemar los antiguos resguardos.

No tengo pudor en desnudarme a la misteriosa mañana no nacida. He muerto en brazos esperados y desesperados de simiente compartida.

He muerto mi amor ya no me busques, ya no encontrarás refugio en mis brazos.

He muerto así entre mis brazos, cuando la sangre aún hervía dentro.

He muerto quizás en este acento de voces que enseñaban el mensaje porque ya no hay mensaje sino vida y esa vida no puede ni nombrarse.

A solas conmigo - de Isabel Lorenzo

(Para Julio)

A veces
sólo a veces,
una alegría humanoide se dibuja
en esta máscara que habito…
Hay entonces un ala de pájaro 
[que armoniza
el sinónimo gris
de la tarde.

Si una risa de niño
se detiene en mí,
acribilla al sexto sentido
de la nostalgia.
Hay un simulacro, un plagio
que detiene la soledad, la canoniza.
Es un arpegio a contratiempo
que hace posible
la ignota melodía última.

Miro, entonces, y no veo 
[acantilados
con sus olas golpeando 
[inexorablemente
en el abajo.
La máscara sigue ahí sigue aquí,
restando iniquidades y blasfemias,
reptando en un jolgorio de
conciencia invertebrada.

A veces, también la máscara desborda
mi otro ser, el otro,
el que decide, el que especula,
el que no quiero,
el mi enemigo,
el que distrae el repertorio de los 
[besos
y me arrincona,

Maquinaria de robot con venas, 
[arterias
y vasos capilares,
con hígado, corazón y páncreas
(vaya palabra).
Con tendones y músculos y
con intestinos,
comodities que desdibujan 
[lo eterno,
lo verdadero,
aquella otra realidad
que seré mañana.

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