Los límites de la política

Los límites de la política

Gracias a Dios (o por suerte), en la vida del hombre no todo es política. Es un error de la concepción totalitaria de la política concebir que la política abarca todo el hombre y cada uno de sus aspectos vitales; y que, por lo mismo, a todo hombre incardinado en la civilización no le queda más remedio que militar en un partido las 24 horas del día, no importa el lugar en que se encuentre y haciendo qué cosa, hasta que la muerte los separe -es decir, al hombre de su amado: el partido-.

Ciertamente, aun los profesionales del pensamiento político suelen omitir que para el filósofo griego que definió al hombre como animal político ésta no era su principal definición de hombre.

Cuando realidades extrapolíticas irrumpen en la escena política resulta a todas luces forzado tratar de encajonarlas en categorías meramente políticas. La marcha del silencio del pasado 18 F demostró no ser la continuación de la política por otros medios.

Desde luego, no fue una declaración de guerra. Ay, “Horatio, hay más cosas en la tierra y en el cielo de las que son soñadas en tu filosofía”. No es casual hacer surgir aquí la voz del misterioso personaje de Shakespeare. Hamlet sabe mejor que nadie lo que es la muerte. Su vida entera representa el duelo. La calavera es su divisa.

La política argentina se ha topado con la muerte. A manera de imprevisto, en temporada estival y de festividades populares el luto se ha filtrado y, cual delgado hilo, nos ha corrido a todos hielo por la espalda.

Al respecto, resulta digno de análisis que, en vez de escoger el silencio, nuestras más altas esferas de mando hayan preferido el carnaval. En síntesis, su propuesta es más o menos la siguiente: todo es política, y la política es una fiesta sin fin.

Las razones por las que la segunda parte de este enunciado es claramente falsa son claras y manifiestas. Con todo, me parece que en el debate público de nuestro país escasean razones por las que considerar también falsa la primera parte.

Afirmar que la ordenación al bien común político no satisface del todo las aspiraciones personales del ser humano no es regresar a un pensamiento neoliberal. En todo caso sería reponer el liberalismo aristotélico.

Pues si Aristóteles efectivamente dijo que “el insocial por naturaleza es o un ser inferior o un ser superior al hombre” (Política, I, 1), sin embargo no definió al hombre principalmente en relación a instancias políticas sino a unas que se encuentran fuera de la política: “lo más propio del hombre es la vida de la inteligencia, puesto que la inteligencia es verdaderamente todo el hombre” (Ética a Nicómaco, X, 7), puesto que “la perfecta felicidad es un acto de pura contemplación” (ibid., 8). No es de extrañar que afirmaciones de este tipo puedan resultar desconcertantes a los politólogos.

La marcha del 18F no fue una manifestación principalmente política, aunque, desde luego, tampoco supuso que los individuos que allí marchaban estuvieran retrotrayéndose de la sociedad, reconcentrándose cada uno en sí mismo, albergando cada uno de ellos por separado intenciones de su propia exclusividad, completamente incomunicables con el resto.

De otro modo, fue una manifestación social de carácter personal; una muestra palmaria de que al ser humano no sólo le es familiar votar o pagar impuestos, sino también morir y amar la verdad.

Ser o no ser: dilema políticamente ridículo. Sin embargo, Hamlet no estaba realmente loco. La conciencia del bien y del mal se juega en un estrato más allá de los tires y aflojes estrictamente políticos.

Esto puede verse mejor por el hecho de que la política apenas admite el fracaso; y menos aún la culpa. Al menos la política clausurada en sí misma, concebida de forma totalitaria, va a obrar siempre así. Sin vacilar va a buscar como sea su justificativo de obrar incluso mal. Le repugna la idea de fracaso.

La equivocación no cuenta entre sus posibilidades. Mal, fracaso, error: todo aquello, precisamente, que la gente fue a interpelar a la calle el 18F, esperando que la muerte, el espíritu de Nisman (o el espíritu absoluto al que cada uno haya invocado) diera su veredicto.

Ahora bien, lo saludable no es tanto el hecho de que la gente haya salido a la calle sino más bien que lo haya realizado con ese propósito. Desde luego, esto no significa pensar que pueda tenerse acceso a la verdad, la justicia, la humanidad, sin mediación de la política.

Significa, más bien, subrayar el hecho de que la libertad humana no se halla únicamente ligada a la ley política sino también a una ley que la trasciende. Agustín de Hipona llamó a esta ley, ley del amor. Y cuando se admite el amor, no puede ocultarse el riesgo del dolor, el odio y toda suerte de maldades.

La inquietud de la vida y la frustración no tienen contados sus días. El exitismo o triunfalismo, en cambio, sí los tienen. He comenzado dando la voz a Hamlet, el inocente que llora a su padre y busca explicaciones a tientas.

El cuadro no quedaría completo sin terminar con el tío de Hamlet, el responsable de la muerte de aquél, y ese rapto suyo de lucidez en el que confiesa su culpa:

"Prueba lo que puede el arrepentimiento: ¿qué no puede?
Todavía, ¿qué puede cuando uno no puede arrepentirse?
Oh, alma enlodada, que luchando por ser libre
Te hundes más" 

                                                           (Hamlet, acto III, escena III)

Tal flexibilidad de espíritu y agilidad para arrepentirse y cambiar no es fácil de hallar en nuestros dirigentes. Con todo, siempre es momento de arrepentimiento y cambio. Y cada vez que sucede una retractación parecida, la historia lo registra en forma de conversión o hazaña.

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