Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com
Dos ideólogos que están en las más absolutas antípodas políticas, coinciden en considerar a la corrupción como un mero adjetivo, como apenas el efecto menor de un mal mucho mayor que la genera y que es al cual se debe combatir si se la quiere derrotar.
Desde el ultraliberalismo, Alberto Benegas Lynch (h) dice en su artículo llamado “Un populismo que no cede”: “Detestan la corrupción y por el otro la alientan al apoyar el intervencionismo estatal que inexorablemente la genera. Lo relevante es el sistema que hace posible y estimula la corrupción, es decir, una estructura estatista que permite el uso discrecional del poder. ”.
Mientras, desde el estatismo ultra K, el periodista Horacio Verbitsky afirma en su artículo llamado “Usos de la corrupción”, que en Brasil y la Argentina existe una ofensiva antipolítica “con el pretexto de la corrupción”. Para sugerir que: “En los dos países el combustible que alimentó la máquina destituyente fueron las denuncias de fraudes contra la administración pública”. Finaliza diciendo que ambas presidentas cometieron “errores” pero que no las atacan por eso sino por sus transformaciones sociales.
Para ambos pensamientos, que además se encuentran bastante extendidos no entre el sentido común de las personas comunes (para las cuales los ladrones son ladrones, tengan la ideología que tengan, y pare de contar) sino entre los intelectuales, la corrupción es de los sistemas no de los individuos.
Benegas Lynch piensa que el sistema liberal capitalista tiene en sí mismo los suficientes pesos y contrapesos para evitar lo más humanamente posible la corrupción, mientras que las burocracias no poseen control alguno para combatirlas porque en ellas el poder tiende a lo absoluto.
Verbitsky cree que el capitalismo es sustancialmente corrupto mientras que el intervencionismo estatal es lo único que permite controlar al menos un poco los excesos naturales a todo sistema de libre mercado.
Ambas ideas están gestando hoy una fabulosa excusa para liberar de responsabilidades personales a los corruptos o para culpabilizar por igual a todos los que sostienen una misma ideología, con lo cual a la postre nadie puede ser imputable de nada, salvo el “sistema”, que no es más que una mera abstracción.
Sin embargo, Verbitsky avanza varios pasos más que Benegas Lynch para el cual la corrupción es nada más que un mal menor. Para el periodista K es muchísimo más. Se trata de un pretexto, de una excusa, de una coartada, de una invención que los enemigos de los gobiernos “populares” tienden a estos para destituirlos. Con respecto a los (o las) gobernantes populares el hombre de Página 12 lo máximo que admite es que pueden haber cometido “errores”, con lo cual los exime de culpa y cargo porque nadie comete corrupción o la tolera en otros por error, sino por ladrón o cómplice.
Ahora podemos comenzar a entender por qué el kirchnerismo tiene como principal eje teórico la idea de que todo es política, de que en los debates públicos no existe la objetividad sino que todo lo que todos dicen posee una intencionalidad política determinada por una ideología explícita o supuesta. Entonces, si alguien acusa de corrupta a Dilma o a Cristina es porque la quiere destituir o destruir, aunque vaya a la Justicia a hacer su denuncia, ya que hasta la Justicia es política y, por ende, parcial.
En los viejos tiempos las excusas para robar eran más “honestas”: se robaba para la corona, o sea que al menos el ladrón de su majestad se reconocía pirata; del lado bueno pero pirata al fin. Mientras, hoy ni siquiera eso. Ya no hay robos sino expropiaciones. Y se expropia para la causa, o sea que ahora el ladrón se cree militante, combatiente. Es un ladrón con superioridad moral porque, lo sabemos, definirse de izquierda es más decente que ser de derecha según el lugar común de estos tiempos.
Pero cuando a pesar de todo este macaneo se hace imposible negar que Boudou y sus compinches se quisieron robar enterita la fábrica de hacer billetes, se sostiene que no la robaron para ellos sino por orden del jefe para quitársela al jefe anterior que la quería para voltearlo.
Cuando Lázaro se robó media Patagonia mediante los sobreprecios de la obra pública y la acusación se hace jurídicamente incuestionable, se dice que era necesario que Kirchner tuviera su capitalismo de amigos propio. De lo contrario, el capitalismo global lo hubiera destruido. Y así hasta el infinito, siempre hay un pretexto político para robar en política.
Cuando se ideologiza a la corrupción lo que de hecho se está intentando es un indulto a la misma. Porque lo cierto es que todos los sistemas políticos pueden ser acusados de ser más o menos proclives en atraer la corrupción (debate eminentemente político que no es el que aquí está en juego aunque lo quieran meter por la ventana) pero lo que hoy interesa a los argentinos son los corruptos concretos, no los que obedecen la lógica de los sistemas sino los que corrompen esa lógica, sea ésta cual fuera.
No estamos hablando de la corrupción como la transferencia de recursos de una clase a otra o de la sociedad a la burocracia, sino de aquellos que quitan algo al todo para favorecer sus intereses privados. Algo así como cuando un delincuente o un grupo de ellos roban a la banda entera para quedarse ellos solos con el botín. Cuando una parte le roba a la misma organización a la que pertenece, no importa si ésta sea delictiva o no. A no ser que queramos caer en la puerilidad de que quien roba a otro ladrón tiene cien años de perdón, que a veces es lo que parecieran insinuar los que proponen indultar en la Argentina a los que se apropiaron privadamente de la cosa pública. Indultar, además, en nombre de una supuesta paz social como en los ‘80, se proponía hacer lo mismo con los crímenes de la dictadura.
En realidad, esa apelación a la corrupción por causas ideológicas no es más que una viejísima idea que hoy se trae de nuevo al ruedo para intentar tapar una corrupción real, nada ideológica, que está destrozando a todos los sistemas políticos donde ella se instala. Porque ni siquiera es la parte de corrupción inevitable que todo sistema no puede sino tolerar debido a la naturaleza pecadora de los hombres, sino de algo políticamente mucho más grave: la corrupción que hoy se está apoderando de las sociedades y que afecta con mayor gravedad a sus gobiernos, a sus Estados, no es el mero tributo para hacer las cosas (la vieja coima gracias a la cual los trámites se destrababan) sino la condición por la cual todas las cosas se hacen mal.
La tragedia de Once es su gran metáfora: es tanto lo que se tiene que repartir y son tantos los que se la reparten que la obra termina sin hacerse o se hace a medias con lo cual, a la postre, ocurren las desgracias, porque en este nuevo tipo de corrupción (en realidad la misma de siempre pero multiplicada tantas veces que se transforma en algo nuevo) no importa tanto el enriquecimiento privado de los corruptos sino la ineficiencia brutal del funcionamiento estatal a la que obliga esta transferencia colosal de lo público hacia lo privado.