Suena el teléfono, atiendo, escucho su voz agitada, que no me da tiempo ni a saludar, y empieza un monólogo de casi dos horas sólo interrumpido por mis pequeñas interjecciones ubicadas estratégicamente para que sepa que le estoy escuchando. Otras veces soy yo la que llamo y hablamos largos ratos, nos ponemos al día. Otras veces logramos coordinar y nos juntamos para caminar o tomar una café. Yo soy de las pocas personas que sabe que cambió la medicación y que estos meses serán difíciles.
Inevitablemente me pregunto por qué soy parte de un pequeño círculo íntimo que conoce esa realidad completa, por qué no puede vivir con naturalidad su enfermedad psiquiátrica, por qué no puede decir como un diabético o un celíaco lo que le pasa, lo que vive, lo que siente.
Entonces me acordé de que hace unos años en unas vacaciones, tras varias charlas de sol y mar, llegamos a un dato que me llamó la atención: de cuatro amigas, tres habían tomado antidepresivos en algún momento de sus vidas. Los motivos eran múltiples: estrés, ansiedad, tristeza, angustia.
Pero lo más llamativo fue que el tratamiento y la patología se contaban casi en tono de confesión, con temor a la mirada del otro, con miedo a ser juzgadas, casi en secreto y suplicando que todo siguiera igual después de tamaña revelación. Pero a la hora de contar que cambiamos de dieta porque tenemos colesterol o que nos hicimos un par de lentes porque no vemos bien no hay ningún reparo.
¿Por qué en una época en la que se lucha contra tantos tabúes todavía una persona con una enfermedad mental se siente juzgada? ¿Por qué no puede contar abiertamente lo que vive? ¿Qué la limita?
Según los datos del Primer Estudio Epidemiológico Nacional, uno de cada tres argentinos mayores de 18 años presentó un trastorno de salud mental en algún momento de su vida. Los más frecuentes fueron el episodio depresivo mayor, seguido por el abuso de sustancias y las fobias específicas.
Es decir que un tercio de los argentinos ha sido diagnosticado y medicado por un trastorno de salud mental, pero ni el número ayuda a que se quiten los estigmas que pesan sobre los pacientes.
El desconocimiento, las bromas, las etiquetas, la incomprensión y la discriminación por un lado se suman al miedo y la vergüenza, por el otro. Temer ante lo desconocido y crear fantasmas a su alrededor es una de las reacciones más comunes pero hablar y escuchar son los primeros pasos para romper las barreras.
Las personas con una enfermedad mental tienen que aprender a vivir con ella y el camino se hace más difícil si además tienen que lidiar con la mirada de los otros. Trabajan, estudian, tienen hijos, amigos, salen a correr, a tomar una cerveza, al cine y se juntan a tomar mate. No contagian ni son “loquitos”.
Hablemos más, miremos más, escuchemos más, juzguemos y etiquetemos menos así podemos construir en vez de segregar.
¿Por qué en una época en la que se lucha contra tantos tabúes una persona con enfermedad mental todavía se siente juzgada?