Quizá Donald Trump nos esté haciendo un favor.
Desde hace mucho tiempo, Estados Unidos ha carecido de un elemento realmente autoritario en su política. Desde que se aplastó el segregacionismo del sur y se agotó el terrorismo de izquierda hemos tenido muy poca violencia política organizada y pocos movimientos surgidos en el país que manifiesten la tentación autoritaria.
Sí, nuestras instituciones políticas están rechinando y nuestra presidencia cada vez es más imperial. Pero todavía hay normas básicas que los dos partidos y todos los políticos de importancia dicen cumplir y respetar.
Lo que está haciendo Trump, entonces, es mostrarnos algo diferente, algo que países menos afortunados que el nuestro conocen demasiado bien: cómo funciona el autoritarismo, cómo seduce y, finalmente, cómo llega a la victoria.
Pero, gracias a Dios, él lo está haciendo de una manera tan caótica, ridícula e impopular a fin de cuentas, que saldrá del escenario sin tomar el poder, dejándonos a nosotros la tarea de absorber las lecciones de su ascenso.
Ese ascenso tiene cuatro bloques fundamentales.
Primero, sus simpatizantes más acendrados tienen motivos de queja legítimos. El núcleo de su apoyo es la clase trabajadora blanca que el Partido Demócrata prácticamente ha abandonado y que el Republicano atiende mal. Es un sector que se enfrenta a la quiebra social y al estancamiento económico, estancado con un partido liberal que se muestra condescendiente y ofrece fronteras abiertas, y un partido conservador que ofrece estancamientos en el extranjero y baja de impuestos a las ganancias de capital. El apoyo de Trump no se limita a estos ciudadanos pero éstos son la razón de que él sea un fenómeno, una fuerza.
En segundo lugar, tenemos a los oportunistas: los políticos y los personajes de los medios de comunicación que ven alguna ganancia personal en elevar a Trump. La primera oleada de esos propulsores, entre ellos Ted Cruz y varios locutores de radio, pensaba que Trump iba a arder rápidamente y a agotarse y que, por estar de su lado desde un principio, ellos podrían quedarse después con sus votantes o, al menos, ganar a sus admiradores como escuchas. Pero la segunda oleada, que es la que tenemos encima, piensa que Trump llegó para quedarse y su esperanza es entrar en su círculo íntimo (si son políticos), influir en sus propuestas de política (si son vendedores de ideas) o ser la voz de la era de Trump (si son Sean Hannity).
En realidad, en este grupo no hay consistencia ideológica. En el círculo de apologistas de Trump encontramos, por ejemplo, a Sarah Palin y Steve Forbes, a Mike Huckabee y Chris Christie. Tiene a populistas anti-inmigración y librecambistas de Wall Street, auténticos conservadores y moderados autoconscientes, predicadores evangélicos y nacionalistas blancos declarados. El único factor en común es el cinismo, la ambición y la sensación de que Trump es un boleto hacia las esferas de los influyentes que no podrían conseguir en ningún otro lado.
En tercer lugar tenemos a los institucionalistas; menos cínicos, para nada enamorados de Trump, pero de ninguna manera dispuestos a hacer gran cosa para detenerlo. Esta gente básicamente solo quiere que la política republicana vuelva a la normalidad y temen demasiado los riesgos, las rupturas y los cismas para ponerse en contra de él.
Entre los institucionalistas se encuentran los apparatchiks del partido que imaginan que podrán manejar y limitar a Trump si llega a ser el candidato. Están también los donadores que se han mostrado reticentes a financiar el ataque de tierra quemada que seguramente esperan los demócratas. Están los rivales que critican a Trump por ser un timador pero que prometen votar por él en noviembre. Están los republicanos que se dicen a sí mismos que Trump va a nombrar jueces conservadores en la Suprema Corte, que está ampliando al partido y pretenden que un enfrentamiento de Trump y Hillary sería una elección normal. E incluso hay uno que otro demócrata que piensa que Trump el negociador es alguien con quien los demócratas podrían hablar.
Y, por último, tenemos a los fatalistas; no quienes simpatizan con Trump sino quienes lo facultan, los que animan a los institucionalistas a seguir paralizados, actuando y hablando como si el apoyo de 35 por ciento del electorado en las primarias significara que no es posible detener a Trump.
Algunos fatalistas están intoxicados con la celebridad. Los noticiarios de la televisión por cable están llenos de tales voces, que repiten a diario el dicho de Orwell: “El culto al poder emborrona el razonamiento político”, de tal modo que “quien quiera que vaya ganando, en ese momento parecerá invencible”.
Y hay otros, en especial entre los intelectuales, que sienten una especie de nihilismo refinado por nuestra política: la sensación de que la decadencia de la democracia estadounidense -o la decadencia del Partido Republicano en particular- está tan avanzada que lo que necesitamos es un incendio purificador como el que podría iniciar Trump.
Yo tengo un poco de este último rasgo y por eso paso tanto tiempo atacando a quienes atacan a Trump: no lo vitoreo para que gane, pero aprecio que diga la verdad en ciertas cosas y su capacidad de perturbar el estancado statu quo.
Y esa es la forma en que funcionan los autoritarios. Prometen una depuración que, en cierto nivel, mucha gente desea. Y solo cuando es demasiado tarde nos damos cuenta de que la purga llegó demasiado lejos.
Por fortuna, el incendio de Trump todavía puede contenerse, mediante el electorado, no por su desafortunado partido. Por fortuna, él todavía es más un demagogo de ópera bufa que un peligro real y claro. Por fortuna, esto es solo la historia que quiere darnos una lección sobre lo que podría ocurrir, cómo la república podría deslizarse hacia las manos de un caudillo.
Por fortuna.