Al otorgar a la resolución del problema de la deuda externa la centralidad casi absoluta de la agenda política argentina, el gobierno de Alberto Fernández se ató al mástil de una paradoja.
Por un lado le urge que el país entienda la enormidad de ese obstáculo para dar sentido al esfuerzo de superarlo. Al mismo tiempo necesita que la deuda no obture la totalidad del horizonte porque, de otro modo, la actual gestión quedará marcada por el estigma dominante de un ajuste irrefutable.
Ese dilema incluye además una contradicción discursiva: el ajuste necesario para pagar la deuda es la condición del acuerdo con el FMI y los acreedores privados. Pero la negación de ese acuerdo para el ajuste es el eje narrativo que el Gobierno eligió para existir.
Es una contradicción que de entrada soslaya graves problemas de la economía real. El Gobierno ha conseguido que se discuta de manera excluyente el financiamiento del Estado. Mientras, el sector privado agoniza tras años de recesión ininterrumpida, presión fiscal incesante y al albur del rumbo incierto de los gobiernos en los mercados de crédito.
De esa realidad acuciante intentará salir desde hoy el oficialismo con la propuesta de una agenda parlamentaria de temas menos vinculados a la ansiedad económica. El primero de esos temas fue oportunamente blanqueado por el Presidente en su gira europea: promoverá la legalización del aborto con un impulso personal al que su antecesor en el cargo le sacó el cuerpo.
Fernández podrá anunciar esa iniciativa con la tranquilidad de haberla planteado frontalmente en Roma. El que avisa, no traiciona. Los mal pensados podrán sugerir ahora que era ése el motivo por el cual el Papa Francisco delegó su objeción de conciencia en el secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, durante la visita inaugural que le hizo el nuevo Presidente argentino.
El segundo de los temas que el Gobierno intentará propiciar en el Parlamento es una reforma judicial orientada a diluir el poder de los jueces federales de Comodoro Py y reforzar el rol de los fiscales mediante la aplicación del sistema acusatorio. Era el proyecto integral que la Corte Suprema esperaba, antes de que el oficialismo decidiera avanzar sable en mano con la poda del régimen jubilatorio especial de los funcionarios judiciales.
Con la rápida apertura de ese debate, Fernández espera demostrar su pericia política, saliendo por arriba del laberinto de los tribunales, donde hoy lo critican casi con unanimidad.
Si el Senado, como se prevé, da sanción definitiva a la reforma jubilatoria para los jueces, el oficialismo habrá obtenido dos objetivos simultáneos: un ajuste fiscal adicional para mostrar al Fondo y una grilla de juzgados vacantes para cubrir a su antojo. Pelo y barba a la corporación judicial. La mejor posición inicial para discutir en el Congreso las condiciones teóricas de una reforma judicial integral. Si es menester, hasta la eternidad.
La avanzada sobre el Poder Judicial tiene una ventaja adicional para el oficialismo: ayuda a su unidad interna. Entrega a Cristina Fernández una ofrenda por su silencio ante la gravedad del ajuste pedido por el Fondo y los mercados externos.
Pero el método del avance frontal también empuja a la Casa Rosada hasta el límite de su margen de maniobra. Las dificultades que tuvo para conseguir el quorum necesario en Diputados pusieron en evidencia la realidad de esa frazada corta. Lo que gratifica a Cristina, tensa su relación con los aliados y la oposición. Con algunos lavagnistas a la retranca, Sergio Massa tuvo que recurrir a Daniel Scioli para llegar al número clave.
El episodio de Scioli no tiene una lectura personal. Hace rato que el ex candidato presidencial se abandonó a sí mismo en algunas marejadas del desprestigio político.
Hay una consecuencia institucional: el deterioro público de la representación diplomática argentina. También una lectura política. Esta vez Alberto Fernández no pudo fracturar a la oposición.
En esa vereda, la mesa de conducción que inauguró Mauricio Macri se puso como condición de supervivencia la unidad de acción ante los embates del oficialismo. Con una solidez distinta a la observada en la discusión de la emergencia económica, cuando la cesión del quorum llegó como reclamo de los gobernadores de Jujuy y Mendoza.
Pero la oposición tiene su propio dilema para navegar. La preservación de la unidad está obligada a ser compatible con el debate de los nuevos liderazgos. Es una discusión soterrada en el macrismo. Horacio Rodríguez Larreta construye en espera de las circunstancias. El mejor Maquiavelo le aconsejaría lo mismo. En el radicalismo lo imita Martín Lousteau.
María Eugenia Vidal insinuó la conveniencia futura de abrir la competencia en primarias.
Y, pese al aplauso unánime con el que lo despidió el Congreso, Emilio Monzó fue otra vez excluido de la mesa opositora.
¿Qué pasaría si el peronismo se hace eco del desprestigio de las Paso y le sustrae a la oposición esa herramienta posible de su recomposición interna?
Nadie come vidrio en la corporación intocable de los operadores políticos. Macri también corre contra el reloj.