“Y no era como en Oriente, donde a quien salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes. Y así como la buba había sido y seguía siendo indicio certísimo de muerte futura, lo mismo eran éstas a quienes le sobrevivían”. De este modo Giovanni Bocaccio describe el paso de la Peste Negra por la ciudad de Florencia alrededor de 1347-1348.
En aquella oportunidad también la muerte alcanzó a Italia desde Asia, pero lo hizo a través de una ruta comercial. Algunos navíos se convirtieron en embarcaciones fantasmas que llegaban a las costas con todos sus tripulantes muertos, mientras que otros se perdieron en el mar para siempre. Desde la península el mal se propagó rápidamente por toda Europa y ocasionó la muerte a una de cada tres personas en sólo cinco años. Aunque la peste regresó en otras oportunidades, fue en el siglo XIV cuando tomo proporciones monstruosas.
Aquellos seres humanos se enfrentaron a una enfermedad totalmente desconocida que acababa con ellos en cuestión de días y generaba síntomas aterradores, como “bubas” o descomposición en vida del cuerpo. Sobre sus causas se especuló mucho y partiendo de ideas erróneas encontraron soluciones fatales.
Algunos que el origen estaba en la “corrupción del aire”, culpando a los temblores de dejar escapar “vapores insalubres” o “miasmas” desde las profundidades. Ante esto una de las curas consideradas fue combatirlos con olores aún peores y se recomendó a la gente convivir con una cabra. Para otros eran más efectivos los aromas agradables, por eso los médicos utilizaban máscaras con “picos” en cuyo interior llevaban telas impregnadas de incienso. Desde esta perspectiva del “aire contaminado” se tomaron decisiones gubernamentales, así por ejemplo se obligó a la población de Londres a tener encendida una hoguera de modo permanente para generar humo.
Los astrólogos consideraron que todo era producto de la conjunción de ciertos planetas o a la aparición de eclipses, mientras que para los creyentes fue un castigo divino. Pero muchos eran más mundanos y al notar que la enfermedad causaba numerosas hemorragias internas creyeron que el “veneno” estaba en la sangre, consecuentemente practicaron sangrías utilizando sanguijuelas o directamente practicando heridas. En estos casos, quienes no murieron por la peste lo hicieron desangrados.
“Otro curioso consejo –señaló el historiador español Víctor Hernández Ruiz- era el de evitar los baños, pues hacían abrir las porosidades del cuerpo por las cuales entra el aire corrompido; o comer poco, es decir, pasar hambre antes de saciarse. En el mismo año de 1348, la Facultad de Medicina de la Universidad de París indicaba que para evitar el contagio se debía quemar gran cantidad de incienso y flores de manzanilla, no tener relaciones sexuales o ingerir una dieta en la que no hubieran volátiles, carnes grasas y alimentos excitantes. Los tratados españoles, por su parte, hacían incidencia en evitar salir de casa y tener contacto con otras personas, así como acercarse a lugares sucios, a los cuales se debía acceder oliendo un pañuelo impregnado de vinagre y agua rosada”.
Como vemos, la humanidad vivió en muchas oportunidades horas angustiosas como las actuales, sin embargo nunca estuvo tecnológicamente tan preparada y eso puede hacer una enorme diferencia.