Soy de Las Barrancas, un lugar muy particular de Maipú, donde aterricé en este mundo en 1954. Nuestra casa estaba en la calle Munives, no muy lejos de la capilla Nuestra Señora del Rosario. Era vivienda grande, propiedad de un tío abuelo mío, Vicente Munives. Allí vivíamos mi padre, Isidro Labrador Garay, contratista de viña; mi mamá Ascensión Márquez, más conocida como doña Coca (“firme como atadura de lana”), mis hermanas y el que suscribe.
Papá, que murió hace 4 años, tuvo distintos patrones y una suerte variada en su trabajo: a veces cosechas buenas, y otras malas por fenómenos climáticos. Era lindo vivir en esa zona... Mis recuerdos son parrales cargados de racimos, el rumor del agua en los surcos, el trinar de los pájaros y, por sobre todas las cosas, las barrancas, a las que íbamos a jugar con los amiguitos que tenía entonces. También grandes inundaciones que arruinaban los cultivos y las calles.
Mi escuela fue la de calle El Alto, Valle de las Barrancas, que ahora tiene un establecimiento muy lindo. Yo iba al antiguo edificio, del que quedan los muros. Fui bastante tiempo a ese colegio porque... bueno era medio burrito o tal vez me gustaban las maestras que tenía.
Hay muchachos de esos tiempos que no he visto nunca más; a veces de casualidad me encuentro con alguno. Entre los que nunca nos dejamos de ver figuran los Vélez… Todos estábamos en lo mismo, colaborando con los viejos en los menesteres de la viña y tratando de pasarla bien en ese ambiente rural, muy distinto a otros lugares de Maipú.
A los que perdí de vista son a muchos compañeros de la escuela. Allí vivían, entre otros, los Zanetta, que tenían el almacén; Muñoz, Orozco, Morgante, Vallejos, Vílchez, Videla y Allaca.
Dicen que Las Barrancas es cuna de brujas, pero no he visto ninguna, aunque tengo vagos recuerdos de charlas entre mayores sobre esas historias.
Al pueblo iban, como a otros sitios del interior, los radioteatros de la época. Venían las compañías de Federico Fábrega, Lolo Recabarren, Oscar Ubriaco Falcon, Juan Menéndez y Servando E. Juárez. Era fantástico porque como no existía la televisión, la radio era el vínculo.
En el almuerzo, escuchábamos las novelas en medio de una expectativa muy grande por la tensión y el suspenso del relato. Cuando los elencos se presentaban en el pueblo, la repercusión era muy grande, como ahora cuando se presentan los Rolling Stones. El que no se aseguraba una silla, quedaba afuera.
Ahí conocí personalmente, a través de la ficción, a Martín Fierro, Juan Moreira y Juan Bautista Bairoletto. Ni qué hablar de la emoción de ver en el escenario a la propia ‘difuntita’ Correa… También en un salón se daban películas sobre una pantalla que en realidad era una sábana, y cuando entraba una brisa se doblaban los revólveres a los cowboys.
Una expectativa muy grande, por las pocas diversiones que había, eran los bailes familiares o sociales, de los que se hablaba mucho antes del propio festejo. Estaban además las carreras cuadreras que juntaban a mucha gente.
Otra cosa que puedo contar son las escapadas a las barrancas para jugar con los otros pibes porque el río nos quedaba lejos. Hacíamos huecos y nos mandábamos para abajo sin medir el peligro. Regresábamos a la casa con la ropa embarrada para enojo de las madres, en mi caso de doña Coca. O en la siesta ir a bañarnos al canal… Volvíamos con los calzoncillos marrones por el agua turbia, pero lo peor es que corríamos riesgos por la fuerza de la correntada, pero igual nos metíamos.
Fue la primera vez que me hice un tatuaje, que me duró 2 semanas más o menos. En realidad me lo hizo mi mamá con una chancleta. Clarito se leía en el tatuaje “hawaiana”, que era la marca de la sandalia que me descargó sobre las nalgas. Se ahorró la psicóloga o cualquier otra terapia. Además, por cualquier cosa, estaba colgado el cinto de mi viejo, aunque no hizo falta.
La lejanía con los centros urbanos, como la ciudad de Maipú, representaba todo un tema. Mi abuelo materno, Marcelino Márquez, tenía una carretela con asientos... una avanzada entonces porque casi todos usaban la bicicleta o alguna Puma 98 cc o se hacían largas caminatas.
Y si no, había que esperar al Pájaro Azul, como les decían a los ómnibus de Valentín Estoco, unos lindos Bedford.
La mudanza
Cuando tenía 10 ó 12 años, nos mudamos a Russell, a la calle Espejo, en las cercanías de la bodega La Superiora. Papá siguió trabajando en la tierra y en la poda e injerto de olivos y frutales.
La escuela del lugar fue la Medardo Ortiz (Vieytes y Castro Barros). Ahí empezó mi vena artística. Era el encargado de recitar o hacía la locución en algunos actos; también actuaba. Hace unos días volví a ese establecimiento para participar de un agasajo al celador de muchos años, Lucio Décima, un amigazo, que se había jubilado.
También en la Ortiz me retrasé un poco y una de las maestras me regañó por eso. “Es que estoy enamorado de Ud”, le expliqué haciéndome el vivo. “Cachito yo no puedo pensar en un chico”, fue su respuesta, y mi siguiente comentario me llevó directo a la dirección: “No se preocupe señorita, al principio no encargamos y listo”.
La memoria me traslada a la canchita de Ozamis, donde siendo adolescentes veíamos jugar a nuestros ídolos del fútbol amateur, como “Coco” Aballay, “Chacho” Argañaraz, “Cholo” Romero y el “Gordo” Pereyra. Algunos de ellos jugaron en el fútbol de primera.
En Russell, viví más o menos hasta los ‘90, cuando me crucé para Luján de Cuyo a dar una serenata y salté para este lado. A la destinataria de las canciones, “la Turca” , la conocí de esa noche. Simpatizamos y me quedé pegado como ‘chiclé debajo de la mesa’.
Antes de terminar este relato quiero mandar un saludo a mis colegas Los Cumpas, que también contaron su historia como yo en esta sección, a quienes admiro desde que era chiquito.