Alejo Julio Argentino Roca nació en San Miguel de Tucumán, el 17 de julio de 1843. No abundan los datos sobre su infancia. Moldeado por un padre severo, José Segundo Roca, que servía al país como militar, el futuro presidente encontró suavidad en los enormes ojos almendra de Agustina Paz, su madre.
En la escuela del pueblo -a la que ingresó con cinco años- destacó en matemáticas y geografía. Quién podría adivinar que, años más tarde, se encargaría de trazar nuevas fronteras modificando lo aprendido sustancialmente.
Luego de Caseros -batalla que puso fin al gobierno de Rosas- su padre fue llamado por Urquiza para que le prestase servicios. Dos años más tarde Julio Argentino estaba a su lado e ingresó al Colegio de Concepción del Uruguay. Se trataba de un colegio militar en el que se graduó como subteniente de artillería.
Como tal participó de las batallas de Cepeda y Pavón, bajo la bandera de la Confederación. Pasa luego a las filas de Mitre, acompañando a su tío Marcos Paz, quién se convertiría en vicepresidente de Don Bartolo.
Ya con el grado de capitán del Ejército Nacional, se dirige al frente paraguayo al estallar la Guerra de la Triple Alianza. El 22 de setiembre de 1866 Curupaytí fue la derrota más sangrienta para nuestro ejército y sus aliados. Mitre, siempre al frente, soportó el fuego hasta dar orden de retirada.
El general Garmendia, en sus recuerdos de la guerra, nos regala una escena a través de su pluma, de la que es parte Julio Argentino: “Vi a Sarmiento muerto -se refiere a Dominguito, hijo de Domingo Faustino-, conducido en una manta por cuatro soldados heridos: aquella faz lívida, lleno de lodo, tenía el aspecto brutal de la muerte. No brillaba ya esplendorosa la noble inteligencia que en vida bañó su frente tan noble; apreté su mano helada, y siguió su marcha ese convoy fúnebre que tenía por séquito el dolor y la agonía (...).
(...) Vi a la distancia que Roca salía solitario con una bandera despedazada; en torno de aquella gloriosa enseña reinaba el vacío de la tumba. Cuando se aproximó y soslayó su mohíno caballo, pude distinguir que alguno venía sobre la grupa: era Solier bañado de sangre. El amigo había salvado al amigo”.
Pudo en aquella ocasión salvar a su amigo, pero la guerra le arrebató a dos de sus hermanos y a su padre, quien murió en el campamento. Su excelencia lo llevaría a convertirse en uno de los lugartenientes destacados de Sarmiento, aunque el sanjuanino desconfiaba al principio de su capacidad: Roca le parecía demasiado lindo y joven como para imponerse.
A principios de 1878, nuestro galán se encontraba en Mendoza cuando recibió una carta del presidente Avellaneda: “Acabo de firmar el decreto nombrándolo ministro de la Guerra (...). Encontrará V.S. una herencia que le impone grandes deberes. Es el plan de fronteras que el Dr. Alsina deja casi realizado, respecto a esta providencia, y a que es hoy más que nunca necesario llevar sin interrupción hasta el último término”. La temprana muerte de Alsina le abrió espacio en la política. Fue el primer paso hacia la Conquista del Desierto, hacia la presidencia y hacia la historia.
En 1872 Roca se casó con Clara Funes, accediendo a través de esta unión a la alta sociedad cordobesa.
En 1880, Roca -con solo treinta y siete años- asumía la máxima magistratura nacional. “El nuevo presidente -dice Horace Humboldt- es un hombre de apariencia juvenil, de talla mediana y contextura fina y descarnada, prematuramente calvo, con ralos y rubios cabellos en las sienes, y barba y bigotes débiles. A primera vista, su rostro expresa más refinamiento que energía; muestra sin embargo, el inequívoco sello de resolución, y tiene en los ojos, de frío azul grisáceo, un brillo como de acero”. Ese “brillo”, latente en cada imagen que lo refleje, no pasó desapercibido para el género femenino y muchos fueron los amores de Julio Argentino.
Diez años antes de convertirse en presidente, Roca pasó una temporada en Tucumán. Allí conoció a uno de sus mayores caprichos: Ignacia Robles. El flechazo fue mutuo pero sus padres se oponían a la relación. Harto de intentar ganarse a su suegra, el joven militar raptó a la muchacha. Durante siete días convivieron en una casa que alquiló con esos fines.
La devolvió a sus padres y nueve meses después nació Emilia. Roca jamás la reconocería oficialmente, pero en algún paso por la ciudad la visitó en la escuela y le llevó obsequios. Además, cuando contrajo nupcias ayudó a su marido a conseguir un buen empleo y, aparentemente, les dio dinero para comprar una casa. Ignacia se casaría más tarde con Bibiano Paz. Murió en 1902, a los 52 años.
En 1872 Roca se casó con Clara Funes, accediendo a través de esta unión a la alta sociedad cordobesa. Según Félix Luna, la alianza no fue muy significativa desde lo emocional para Roca, quien no dejó de dar rienda suelta a sus pasiones. Agobiada por esta situación, Clara estuvo a punto de separarse, pero el arzobispo de Buenos Aires evitó el escándalo. Más allá de todo, la pareja tuvo seis hijos y cuando Funes falleció, en 1890, a los 33 años, su marido se sintió abatido como muestra la correspondencia.
Dos años más tarde, el viudo general de 46 años estaba en los brazos de Guillermina de Oliveira Cézar, la esposa de Eduardo Wilde, uno de sus amigos íntimos, con quien estudió en la Escuela de Concepción del Uruguay. Guillermina fue el amor de su vida. Su vinculación sentimental era tal que durante la segunda presidencia debieron separarse, el escándalo estaba afectando su investidura como magistrado y además dejaba muy mal a Wilde.
Roca los envió fuera del país, pero la muerte del padre de Oliveira Cézar la hizo regresar y el romance continuó alborotando a todos. Aun así volvería al extranjero. El gran amor de Roca enviudó en 1913 y se lo comunicó en una carta donde afirmaba que prefería quedarse en París "por las razones que Vd. comprenderá". Murió en 1936, en Buenos Aires.
Fueron muchos más los romances del tucumano, pero no queremos despedirnos sin tratar uno en especial. Roca fue mecenas y, probablemente, amante de Lola Mora.
Sobre sus pasiones poco se sabe, Luna directamente no lo menciona. Fue una relación sumamente misteriosa que intrigaba a todos y cuyos frutos podemos admirar cada vez que visitamos el Congreso Nacional.